jueves, 27 de marzo de 2014

¿CÓMO SE SABE SI UNO TIENE VOCACIÓN?

Si la vocación está inscrita en el mismo hecho de la existencia, entendemos que no hay ninguna duda en comprender a lo que somos llamados: a ser buenos administradores del don de la vida y a respetar el entorno de la creación en el que desarrollamos nuestra tarea.

Se trata de averiguar si Dios tiene, además, un proyecto especial, si en su designio y providencia ha pensado en pronunciar un nuevo nombre, no solo el que llevamos por naturaleza, sino como sucedió con Abrán, y con Jacob, que recibieron después el nombre de Abraham y de Israel, como misión e identidad creyente. Jesús a Simón le puso el nombre de Pedro y le confirió el ministerio de presidir a los demás apóstoles.

No siempre es fácil detectar la llamada. Recordemos lo que sucedió con el pequeño Samuel: por tres veces lo llamó Dos y él creía que quien lo hacía era el sacerdote. En general es necesario un proceso de discernimiento para autentificar la percepción interior y liberarnos de una posible proyección de deseos personales, o de influencias exteriores, y reconocer que se trata de una iniciativa divina.

Lo que Dios quiere sucede de su mano. Si Dios es quien llama, y Él tiene poder para comunicarse con cada uno de nosotros, es inconcebible que pueda estar deseando una obediencia de nuestra parte o algún proyecto suyo y que no nos enteremos. De una u otra forma, por diferentes hechos, coincidencias, experiencias íntimas, resonancia de la Palabra de Dios, mediaciones familiares o eclesiales, el que es llamado llega a conocer el don que ha recibido, aunque permanece libre para aceptarlo o no.

Un obispo, que ya murió, al que tengo veneración, me dijo que si lo que se desea no lo dicta la naturaleza, y es algo bueno, hay que entender que lo inspira Dios. Es decir, si uno siente inclinación hacia algo más perfecto y mejor, que además implica despojo, renuncia, sacrificio, y también siente una atracción gozosa, se debe interpretar que el Espíritu de Dios pone en el corazón esos sentimientos nobles, generosos, limpios.

La vocación cristiana se define como seguimiento de Jesús. En el Evangelio hay algunos textos emblemáticos. Los dos discípulos de Juan el Bautista, haciendo caso a las indicaciones del Precursor, comenzaron a ir detrás de quien había sido señalado como el Cordero de Dios. En un momento, Jesús se vuelve y, cara a cara con ellos, les pregunta: “¿Qué buscáis?”. Ellos respondieron: “Maestro, dónde vives”. “Venid y lo veréis, les respondió el Señor, y se quedaron con Él aquel día”. Curiosamente, el Evangelio señala: “Eran las cuatro de la tarde”. Cuando sucede algo importante, la memoria graba las circunstancias en las que acontecen los hechos. Otro ejemplo lo personaliza el ciego de Jericó, cuando, estando en el suelo gritando, le avisan diciéndole: “’Levántate, que te llama’. Puesto en pie ante el Señor, Jesús le pregunta: ‘¿Qué quieres que haga por ti?’. ‘Señor, que vea’. ‘Ve, tu fe te ha curado’, y lo seguía por el camino”.

En ambos textos se describe la cercanía del encuentro personal, del tú a tú. Como dice el papa Benedicto XVI, es desde el encuentro con la persona de Jesús como se entiende el cristianismo y mucho más la vocación. “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Dios es amor, 1). La vocación no se comprende como un propósito de ser bueno –esto ya lo hacía el joven rico– sino de seguir a Jesucristo después de haberse encontrado con Él.

Para saber si hay vocación es esencial haber conocido a Jesús, reconocerlo como Maestro y Señor, quedar fascinados por Él y, en el proceso del seguimiento, ir descubriendo la concreción de su llamada y de su voluntad. De aquí se deduce lo difícil que resulta decir que se tiene vocación si solo es un planteamiento mental y no implica el corazón. El papa Benedicto XVI, dirigiéndose a los seminaristas, en Colonia, en 2005, les dijo que la vocación hay que entenderla en clave de enamoramiento. No es una cuestión ética o moral, sino una necesidad de seguir por amor a quien se percibe como razón y sentido de la vida: “Queridos amigos, este es el misterio de la llamada, de la vocación; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. El seminarista vive la belleza de la llamada en el momento que podríamos definir de ‘enamoramiento’. Su corazón, henchido de asombro, le hace decir en la oración: Señor, ¿Por qué precisamente a mí? Pero el amor no tiene un ‘porqué’, es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo”.

La pregunta sobre la posibilidad de conocer o no la vocación, debería hacerse sobre si se conoce o no a Jesucristo. Después, se percibirá dónde y a quiénes envía. La vocación tiene un por quién, no un para qué. Cuando se confunde la razón por la que se da el paso vinculante para tomar una identidad de consagrado, o incluso para formar una familia, y en vez de cimentar la opción en el seguimiento de la voluntad divina se funda en un buen deseo de llevar a cabo un proyecto, se acaba perdiendo la razón de la fidelidad.

Se sabe si se tiene vocación, si ha habido, al menos, una insinuación de un encuentro creyente con Jesús, si se siente atractivo de seguirlo, si hay datos exteriores e históricos que avalen y posibiliten la opción, si hay fuerza y capacidad para realizar lo que se presiente como llamada. Dios no es sádico y no puede llamar a lo que no se ha capacitado. Si Él llama, antes ha dispuesto al sujeto para que pueda responder libremente a la propuesta. San Pablo reconoce: “El Señor se fió de mí, me hizo capaz y me confió este ministerio”. Como punto de partida, sobre todo si se trata de personas adultas, se debe considerar, no tanto que uno sea bueno o piadoso, sino que haya tenido un encuentro con Jesús, con su Palabra, y no se pueda soslayar la pregunta que se ha suscitado interiormente.
¿Sientes algo así?
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[ÁNGEL MORENO, La vocación. 25 preguntas, Editorial CCS, Madrid 2012, pp. 16-20 ]

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