martes, 24 de octubre de 2017

13c. Partes de la Santa Misa - Tercera Parte

LITURGIA DE LA EUCARISTÍA

De la Palabra se pasa al Sacramento. La comunidad en un momento de calma dispone la mesa y el corazón. Es el momento de iniciar la segunda gran Mesa de la celebración, el segundo gran momento: la Mesa Eucarística, llamada altar. Este momento, llamado Liturgia de la Eucaristía o solamente Liturgia Eucarística, quiere alimentarnos de Dios a través de su Cuerpo y su Sangre, es decir, de Dios mismo.

Preparamos una nueva mesa, y nuestra atención está en el altar. Allí se dispondrán los dones, se prepara la ofrenda y posteriormente, por las palabras del Sacerdote que son las mismas que utilizó Jesús en la última Cena, y por la acción del Espíritu Santo, se hará presente el Señor.

El pan y el vino se transubstan (transforman, convierten) en Dios verdadero. Es el mismo Jesús que nació hace dos mil años de María Virgen, quien ahora está delante de nosotros. Su presencia sacramentada, engaña todo nuestro ser, porque vemos, olfateamos, gustamos y palpamos dones de pan y vino. Pero sabemos que realmente, después de la consagración, ya no son más pan y vino, sino que son nuestro Señor.

Queremos que el Señor venga a alimentarnos para darnos vida, para fortalecer nuestro espíritu, para hacernos parte de Él.
 
·      Ofertorio (presentación de los dones)

Es la preparación del altar y del ofrecimiento del Pan y Vino, como símbolos de todo el universo y del trabajo de los hombres. Otra razón, y la más importante por la que se usa Pan y Vino es porque fue lo que usó Jesús en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía.

En este momento la comunidad toma asiento y acompaña con el canto esta ofrenda. El sacerdote extiende sobre el altar un pequeño mantel blanco llamado Corporal sobre el cual se colocan las ofrendas: estas son el Cáliz con el Vino y la Patena con la Hostia.

Es bueno dejar en claro que la preparación del altar también puede ser realizada por un diácono. Toda esta parte de la Misa, y hasta el inicio del Rito de Comunión sólo puede presidirla un sacerdote. En el caso de la ausencia de este y cuando el diácono (o un ministro) sea quien presida alguna celebración, debe pasar al Rito de Comunión. El nombre que recibe la celebración, entonces, es una Liturgia de la Palabra o Liturgia Eucarística, pero NUNCA la Santa Misa.

También en este momento se presenta la ofrenda de la comunidad, que es fruto del esfuerzo del trabajo, ofrenda que se representa en dinero. Este es como acción de gracias por todos los beneficios brindados por Dios a los hombres.

OFRENDA DEL PAN: El sacerdote al levantar la patena con la hostia, lo hace para ofrecer a Dios lo que después será el Cuerpo de Jesús. En este ofrecimiento el sacerdote reza (en voz alta si no hubiera canto) la siguiente oración: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora Te presentamos: él será para nosotros pan de vida”, respondiendo el pueblo: “Bendito seas por siempre, Señor”.

Junto con el Pan, presentamos nuestras buenas acciones que hemos hecho durante la semana.

OFRENDA DEL VINO: Con la ofrenda del vino, presentamos a Dios nuestras faltas cometidas. Antes de levantar y ofrecer el vino, el sacerdote le agrega unas gotas de agua al vino, lo que representa a cada uno de nosotros. Esto quiere decir que nosotros participamos del sacrificio de Cristo.

Al poner agua en el cáliz, el sacerdote dice: “El agua unida al vino, sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”.

Las gotas de agua en el cáliz simbolizan la participación de nuestra naturaleza humana con la naturaleza divina de Cristo.

Estas gotitas de agua junto con el vino, al transformarse en la sangre de Cristo, nos limpian de nuestras faltas.

En el ofrecimiento del vino, al igual que el ofrecimiento del pan, el sacerdote reza la siguiente oración: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora Te presentamos: él será para nosotros bebida de salvación”. Entonces, nuevamente el pueblo responde: “Bendito seas por siempre, Señor”.

Después de la presentación de las ofrendas, el sacerdote se inclina (generalmente juntando las manos), y dice en secreto: “Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor Dios Nuestro”.

En algunas Misas más solemnes, cuando se ocupa incienso, en este momento, es decir, una vez ofrecidos el pan y el vino, pero antes de proceder a lavarse las manos, el sacerdote inciensa las ofrendas, indicando que la oblación de la Iglesia y su oración suben al trono de Dios. Además, se inciensa el Altar, en donde se realiza el Sacrificio de la Misa. Algunas veces el sacerdote y los fieles también son incensados; esto constituye un sacramental.

Inmediatamente procede a lavarse las manos y dice: “Lávame, Señor, de mis culpas y que quede yo limpio de todo pecado”. Al decir estas palabras, está pidiendo a Dios que limpie su corazón y purifique su alma para celebrar el sacrificio de Cristo.

A continuación, el sacerdote nos recuerda que el sacrificio de la Misa es ofrecido por todos, dice: “Oren, hermanos, para que este sacrificio, mío y de ustedes, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”. Todos los presentes responden: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia”.

Terminado esto, el sacerdote invita a rezar una oración que se llama Oración sobre las Ofrendas, con la cual se prepara la oración o plegaria eucarística.
 
·      Plegaria Eucarística y Consagración.

Es el punto central y culminante de la celebración. Esta es una Plegaria de acción de gracias y de consagración. Es bendición a Dios y alabanza llena de admiración al Señor por la obra de la salvación. Con las palabras y acciones de Cristo, se renueva la última cena en la cual él instituyó el Sacramento de su Pasión y Resurrección, la alianza nueva y eterna.

La plegaria eucarística (llamada “anáfora” por los orientales y “canon” en la liturgia romana) es un gran diálogo de oración con Dios. Además NO es propiamente un conjunto de oraciones, sino una sola oración, un todo, compuesto de los siguientes elementos:

Ø Prefacio:

La Iglesia da gracias al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo, por todas sus obras, por la creación, por la redención y la santificación.

Esta es una gran oración de alabanza, de acción de gracias; y es la oración más hermosa que el hombre puede dirigir a Dios.

Al iniciar el prefacio, el sacerdote (S) comienza con un saludo, al cual el pueblo (P) va respondiendo:

S. El Señor esté con ustedes                         P. Y con tu espíritu.
S. Levantemos el corazón                              P. Lo tenemos levantado hacia el Señor.
S. Demos gracias al Señor, nuestro Dios      P. Es justo y necesario.

Es en este saludo donde la comunidad nuevamente debe ponerse de pie. Y el sacerdote continúa el prefacio: “En verdad es justo y necesario....”. El prefacio termina con una aclamación: el canto del Santo.

Ø El Santo:

Con este canto culmina el prefacio y nos unimos así a la alabanza que hace la Iglesia celestial, con los Ángeles y Santos, cantando tres veces: “Santo, Santo, Santo es el Señor”.

En este momento, con este canto de alabanza, se une el Cielo y la Tierra, cantando al Señor un himno de Gloria.

Es el canto más importante de la Santa Misa, ya que en este nos unimos todos a cantar junto con los Santos y los Ángeles.

Ø Primera Epíclesis:

Es una invocación o llamado al Espíritu Santo para que consagre el Pan y el Vino. En este momento todos deben ponerse de rodillas, cuando el sacerdote extiende las manos sobre el cáliz y la hostia, ya que en ese momento el sacerdote por medio de la Iglesia pide a Dios Padre que envíe su Espíritu Santo sobre el pan y el vino, para que los transforme en Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacerdote cuando extiende las manos sobre las ofrendas, dice: “Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad: por eso te pido que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor” (oración eucarística II).

En este momento Jesús se hace presente por fuerza del Espíritu Santo para quedarse con nosotros como alimento para darnos su vida.

Ø Relato de la Institución:

La Eucaristía fue instituida por Jesús en la Última Cena, cuando celebró la Pascua con sus apóstoles. Todos los presentes somos invitados a revivir en forma sacramental ese momento.
El sacerdote que repite las Palabras de Jesús representa a Cristo mismo. El Señor se hace presente bajo la forma de pan y vino, ofreciéndose a Dios Padre por nuestra salvación, y por este modo, hacemos una sola ofrenda con Él.

En cada Misa presenciamos nuevamente el ofrecimiento de Jesús al Padre, se reactualiza el ofrecimiento de Cristo por cada uno de nosotros. Esto ocurre cuando el sacerdote pronuncia las siguientes palabras: “El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan, dándote gracias lo partió y lo dio a su discípulos diciendo...”. Es por ello que hoy cada uno de nosotros somos uno de sus discípulos.

Ø Consagración del Pan:

Cuando el sacerdote repite las Palabras que dijo Jesús para consagrar el pan, Jesús se hace presente en la Hostia Consagrada.

El milagro de la consagración se produce cuando el sacerdote dice: “Tomad y comed todos de Él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros”. En ese momento el sacerdote muestra la Hostia a la asamblea y luego, dejándola sobre la patena, la adora con una genuflexión.

El milagro que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, se llama TRANSUBSTANCIACIÓN, que es la conversión del pan en el Cuerpo de Jesús y del vino en su Sangre.
Cada vez que la Hostia Consagrada sea elevada, podemos pedir a Jesús que aumente en nosotros la fe, la esperanza y la caridad. En ese momento, muchos prefieren adorar a Cristo, diciendo: “Señor mío y Dios mío”.

Ø Consagración del Vino:

Después de consagrar el pan, el sacerdote toma en sus manos el cáliz con el vino y lo consagra por la fuerza del Espíritu Santo, convirtiéndolo en la Sangre de Jesús, y lo hace empleando las mismas palabras dichas por Jesús en la Última Cena.

Después de consagrar el pan, el sacerdote continúa diciendo: “Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, y dándote gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo: Tomad y bebed todos de Él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración Mía”.

Cuando el sacerdote eleva el cáliz, adoramos la Sangre de Jesucristo, y al igual que en la elevación de la Hostia Consagrada, podemos pedir a Jesús que aumente en nosotros la fe, la esperanza y la caridad. En ese momento, muchos prefieren adorar a Cristo, diciendo: “Señor mío y Dios mío”.

Después de la consagración la Hostia es el Cuerpo de Jesucristo vivo y verdadero, con su Sangre, Alma y Divinidad. En el cáliz después de la consagración, está también todo entero Jesucristo.

Finalizada la consagración no quedan ni pan ni vino, sólo las apariencias: olor, color, sabor, forma, etc. Jesús que cambió al agua en vino (Jn 2,1-12) puede también cambiar el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre. Jesucristo está todo entero en todas y cada una de las partes de la Hostia, así como en todas las Hostias del mundo (aun siendo una parte muy diminuta, y casi imposible verla con la vista humana).

Al consagrar separadamente bajo las dos especies, se representa la Muerte de Cristo, en que su Sangre se separó del Cuerpo. También se representa la comida y bebida, que son alimento completo del cuerpo.

ACLAMACIÓN: La consagración culmina con una adoración a Cristo presente en el Altar, es una proclamación del misterio de nuestra fe. El sacerdote dice: “Este es el sacramento de nuestra fe”. En esta aclamación se contesta: “Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”.

Al finalizar esta aclamación la asamblea, que estaba de rodillas, puede volver a ponerse de pie, cuyo gesto acompaña la proclamación de la resurrección de Jesús. Algunas personas, voluntariamente, permanecen de rodillas hasta finalizada la doxología final (antes del Padre Nuestro).

Ø Anamnesis:

La Iglesia realiza el memorial del mismo Cristo, recordando principalmente su bienaventurada Pasión, su gloriosa Resurrección y ascensión a los cielos.

Anamnesis significa volver a la memoria, hacer presente algo que ocurrió tiempo atrás: “Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la Pasión salvadora de tu Hijo, su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa....” (Oración eucarística III). Esta termina con nuestro agradecimiento a Dios por habernos regalado el don de la fe, y por permitirnos estar en su presencia: “...esperamos su venida gloriosa, Te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo” (O. E. III).

Otro ejemplo, la anamnesis en la oración eucarística II, es el siguiente: “Así, pues, Padre al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, Te ofrecemos, el pan de vida y el cáliz de salvación, y Te damos gracias porque nos has elegido para servir en tu presencia”.

Ø Ofrenda del Sacrificio:

Cristo es la única ofrenda de la salvación. La Iglesia ofrece a su Hijo a Dios Padre. En este momento, Cristo está limpiando las faltas de nuestro corazón y nos vuelve a la amistad con Dios: “Te ofrecemos, el pan de vida y el cáliz de salvación” (O. E. II).

Ofrezcamos al Padre la víctima: “Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad...” (O. E. III). Lo que continúa ya es la segunda epíclesis.

Ø Segunda Invocación al Espíritu Santo:

Esta segunda epíclesis se realiza para que todos los que recibimos a Cristo formemos un solo espíritu. Continúa la oración iniciada en la ofrenda del sacrificio: “....tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos un solo cuerpo y un solo espíritu” (O. E. III).

Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo” (O. E. II).

Ø Intercesiones Comunión con la Iglesia:

El sacerdote nos invita a unirnos en la oración con toda la Iglesia, haciendo peticiones por la Iglesia misma: El Papa, Obispos, por el clero, los fieles, y por los difuntos. En este momento toda la Iglesia se une en un solo corazón; se invita a todos los fieles a unirse en oración por los más necesitados de ella.

Oremos por nuestros Pastores: “Acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la Tierra; y con el Papa N..., con nuestro obispo N... y todos los pastores que cuidan de tu pueblo, llévala a tu perfección por la caridad” (O.E. II)

Oremos por nuestros difuntos y por los necesitados espiritualmente: “Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro” (O. E. II).

Oremos por nosotros, para gozar de Dios en el cielo en compañía de los Santos: “Ten misericordia de todos nosotros, y así, con María, la Virgen Madre de Dios, los Apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos por tu Hijo Jesucristo, compartir la Vida Eterna y cantar tus alabanzas” (O. E. II).

Ø Doxología Final:

Aquí la Plegaria Eucarística resume la alabanza a Dios Padre.

El sacerdote, elevando el cáliz con la patena, los cuales contienen el Cuerpo y Sangre de Jesús, dice: “Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”.

Con nuestro “Amén” nos unimos a la solemne alabanza de la Santísima Trinidad. Algunas veces, el coro canta un solemne Amén, en el cual todos debemos tomar parte de esta alabanza. Amén significa: así sea, ciertamente, yo me comprometo con esto.

EL DOMINGO: DÍA DEL SEÑOR

Tal vez muchos católicos más de alguna vez se han hecho la siguiente pregunta: ¿Por qué he de acudir a misa en Domingo y no en el día que yo prefiera? A quien así reclama, será bueno recordarle que la mentalidad individualista está reñida con el cristianismo. Tanto que hoy se viene repitiendo que “un cristiano solo no es cristiano”.

El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia “celebra todos los Domingos el Misterio Pascual en virtud de una tradición apostólica que se remonta al día mismo de la resurrección de Cristo... A ese día se le llama, con razón, el día del Señor o Domingo” (S.C. Nº 106).

Los primeros cristianos oraban cada día en privado; invocaban a Cristo y le agradecían gozosamente el don de la salvación. Pero el Domingo se reunían en asamblea para hacerlo juntos, en familia, animándose a serle fieles. Era la fiesta semanal del grupo de los creyentes en honor del Señor Jesús.

Desde sus orígenes, la Iglesia ha sido muy fiel a la práctica de celebrar el Domingo como el “día del Señor”. Es un día en que nos reunimos como hermanos para compartir la fe, la esperanza y, principalmente, la Pascua del
Señor en la Eucaristía, cumbre y fuente de la vida cristiana.

Enseña el Concilio: “En efecto, este día los fieles deben reunirse para que, oyendo la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, se acuerden de la pasión, de la resurrección y de la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los ha regenerado por una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (S.C. Nº 106).

Precisamente, durante los primeros siglos, se fue configurando el sentido del Domingo como día dedicado al Señor, caracterizado, principalmente, por la celebración de la Eucaristía. Desde un comienzo fue el día de fiesta por excelencia para la comunidad, llamado también “el primer día de la semana” como lo confirman varios textos y relatos como el pasaje de los Hechos de los Apóstoles: “El primer día de la semana estando nosotros reunidos para partir el pan...” (He 20, 7-12).

Sin duda la resurrección de Cristo, ocurrida el primer día de la semana (ver Lucas 24, 1-7), constituye la razón de ser el Domingo, pero no por el hecho en sí, sino a causa del significado, la fuerza y repercusión que tuvo en la comunidad de los primeros discípulos. Los cuatro evangelistas concuerdan en que la Resurrección de Cristo tuvo lugar en “el primer día de la semana”, que corresponde al día Domingo de ahora (Mt 28, 1; Mc 16, 2; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19).

Podemos decir con certeza que el Domingo es una de las pocas celebraciones que están directamente ligadas con los primeros discípulos de Jesús y, aparece, desde el principio, como un día de culto al Señor, el centro de la fe cristiana.

Hay dos razones fundamentales para celebrar este día de la Resurrección:

1.     Con su muerte y Resurrección, Jesús comenzó la Nueva Alianza y terminó la Antigua Alianza. Durante la última Cena, Jesús proclamó: “Esta copa es la Alianza Nueva, sellada con mi sangre, que va a ser derramada por ustedes” (Lc 22, 20). Los discípulos de Jesús poco a poco se dieron cuenta de que en esta Nueva Alianza la ley de Moisés y sus prácticas tendrían otro sentido (fueron superadas).

2.     La muerte y Resurrección de Cristo significan también para los primeros cristianos la Nueva Creación, ya que Jesús culminaba su obra precisamente con su muerte y Resurrección justo en el día Domingo, que será desde entonces “el día del Señor”.

Nosotros también hemos recibido la promesa de entrar con Cristo en este reposo (Hebreos 4, 1-16). Entonces, el día Domingo, “el día del Señor”, será el verdadero día de descanso, en que los hombres reposarán de sus fatigas a imagen de Dios que reposa de sus trabajos (Hebreos 4, 10 y Apoc. 14, 13).

De ahí en adelante la fe de los cristianos tiene como centro a Cristo Resucitado y Glorificado. Y para ellos era muy lógico celebrar el “Día del Señor” (Domingo) como el “Nuevo día” de la Creación (Is 2, 12).

No cabe duda, que para los primeros cristianos, la celebración de la Cena del Señor era el centro de la fiesta, la cual NO nació de ninguna normativa legal. Cuando ser cristiano equivalía ser candidato al martirio, no hacía falta ninguna ley obligatoria. La ley llegó tardíamente. Después de varios siglos; cuando decreció el fervor de los cristianos.

La fiesta había brotado espontáneamente. Como expresión de fe. Como exigencia de amor y gratitud que impulsaba a festejar al Salvador; a sintonizar con Él, recordando sus gestos y palabras, y a sentirlo cercano, presidiendo la comida fraterna en la que todos participaban.

Es importante tener presente que el Domingo es, ante todo, la Pascua semanal, el día del memorial de la muerte y resurrección de Cristo, que los cristianos hemos de anunciar celebrando la Eucaristía. En este aspecto, es fundamental tener claro que “Domingo, Asamblea y Eucaristía” forman una unidad: “Nunca la asamblea es más signo vivo de la Iglesia que cuando celebra la Eucaristía en el día del Señor”.

En este sentido, es muy impresionante el testimonio de un grupo de cristianos que, a comienzos del siglo IV, nos hacían ver la importancia de la convocatoria cristiana y el sentido profundo del día Domingo. La narración la expresa muy bien el cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI).

Recogemos una pequeña parte de ella, fundamental para nuestra reflexión y nuestra práctica de la Eucaristía dominical. Veamos:

“Ocurría el año 304, durante la persecución del emperador Diocleciano.
Oficiales romanos sorprendieron a un grupo de unos 50 cristianos, durante la celebración de la Eucaristía dominical, para tomarlos prisioneros. El pro-cónsul dijo al presbítero Saturnino:
- Has obrado contra las normas de los emperadores y de los Césares, ya que has reunido a todos estos aquí.
El redactor cristiano añade que la contestación del presbítero llegó bajo la inspiración del Espíritu Santo:
- “Ciertamente, hemos celebrado lo que es del Señor”.

Con esta frase se traduce la palabra latina “Dominicus”. No es fácil, dice, traducirla a otro idioma, a causa de muchos sentidos. En primer lugar significa el Día del Señor; pero también indica su contenido, es decir el sacramento del Señor, su Resurrección y su presencia en la celebración eucarística.

Volviendo al acta del interrogatorio, el pro-cónsul insiste en el porqué. La respuesta del presbítero es impresionante: “Hemos hecho lo que no podemos dejar de hacer, lo que es del Señor”.

Así expresa claramente y con convicción de que el Señor está por sobre los señores. Este conocimiento da al sacerdote y a los fieles allí reunidos gran seguridad en aquel momento en que la total inseguridad y la falta de protección eran evidentes para la pequeña comunidad cristiana.
Pero casi más impresionantes son las respuestas que dio Emérito, el dueño de casa, donde se había celebrado la Eucaristía dominical. A la pregunta de por qué él había permitido una reunión prohibida, contestó: “En primer lugar, los que se reunieron eran mis hermanos, a los que no podía cerrarles las puertas. El pro-cónsul insiste nuevamente: - Tenías que haberles prohibido la entrada. “No podía”, contestó Emérito, pues sin el día del Señor, sin el Ministerio del Señor, no podemos vivir”.

Frente a la voluntad de los Césares se opone clara y determinantemente la conciencia cristiana. Esto no significa una obediencia pesada frente a una norma de la Iglesia entendida como algo externo. Es la expresión de un deber interior y, al mismo tiempo, una necesidad y un deseo. Orienta hacia lo que se ha convertido en algo tan importante que debe ser realizado, incluso, bajo el peligro de muerte.

·      Precepto Dominical

En el siglo IV, con el emperador Constantino, comienza la paz para la Iglesia. Y, al ser favorecida oficialmente y cesar las persecuciones, el número de cristianos crece considerablemente. Los pueblos se convierten masivamente.

Por decreto imperial del año 321, el Domingo queda declarado día festivo para todo el imperio romano. Se facilitaba así la asistencia a la celebración eucarística dominical. De hecho, sin embargo, la situación empeoró.

Como las conversiones en masa no eran siempre demasiado sinceras, fue decayendo el fervor religioso. Por otra parte, la población se entregaba a fiestas y diversiones a veces nada edificantes, con descuido de la asistencia a la asamblea eucarística. Y no faltaban tampoco patrones que abusaban, obligando a sus servidores a trabajar en domingo.

Esto es lo que, en la edad media, llevó a la Iglesia a implantar el “Precepto Dominical”. Desde entonces, el cristiano cumple oficialmente la ley de santificar el domingo acudiendo a la misa y absteniéndose de trabajos serviles.

Pero declarar obligatoria una cosa, por buena que sea, nunca ha sido la mejor manera de conseguir que se la aprecie. Incluso una fiesta dejaría de ser fiesta para quien se viera forzado tomar parte en ella.

En este caso se verifica y se comprueba claramente lo que la 1a carta a Timoteo (1, 9-10) asegura: que la ley no se promulga para los buenos, sino para los rebeldes.

Efectivamente. Los buenos, los auténticos -como ya queda dicho- cumplían sin necesidad de ley. Y tampoco la necesitan después de implantada; porque, impulsados por el amor, van mucho más lejos que la letra de la ley y no sólo participan en la Eucaristía los domingos, sino todos los días que sus obligaciones se lo permiten.

En cambio los mediocres y rebeldes, atentos únicamente a no caer bajo el peso de la ley, encuentran fácilmente excusas para eludirla de no haber sanciones a la vista.

Hay que subrayar estos datos, que deben preocupar a cuantos se desentienden de la misa dominical. Porque no es culto individual, sino la fiesta familiar. La fiesta del Cristo total -Cabeza y miembros- que, como sacerdotes de la humanidad y de la creación, ofrecen oficialmente en nombre de ellas el homenaje digno de Dios.

Una fiesta (el cumpleaños de la madre, por ejemplo), no se celebra cuando a cada invitado se le ocurre. Tiene su fecha señalada y reclama la presencia de los miembros del grupo. No acudir a la cita denota enfriamiento en el amor hacia el homenajeado y, sobre todo, hacia el grupo. Acusa desinterés por él.

Por lo tanto, quien no participa habitualmente en la Misa dominical pudiendo hacerlo buenamente, ¿cómo se librará de la nota de desamor y desinterés por Cristo y por la Iglesia, sobre todo si lo cree demasiado sacrificio y exigencia?. “Quien ama se sacrifica... Los sacrificios a que me someto no son sacrificios. El amor lo endulza y aligera todo” (Santa Teresa de Los Andes).

El católico, al habituarse a faltar a misa sin causa justificada, se automargina. Poco a poco va sintiéndose extraño a los suyos y, olvidando el lenguaje cristiano, comienza a asimilar criterios poco evangélicos; a desentenderse de los problemas y preocupaciones de la Iglesia; a prescindir de los demás. De ese modo, preocupándose únicamente de su salvación individual, viene a forjarse un cristianismo a su manera, a la medida de sus gustos.

Que importante viene a ser, entonces, la asistencia y participación de los cristianos, sean éstos adultos, jóvenes o niños, en la Misa dominical. Claro está que han de asistir no por obligación o porque así está mandado, sino por una necesidad interior de reunirse con otros hermanos en torno a la mesa del Señor.

El Domingo es entonces, el día en que los cristianos se reúnen, se reconocen y son reconocidos, vale decir que, además de celebrar la Misa, tenemos la oportunidad de santificar el día del Señor, ya sea tomando contacto con la naturaleza, realizando convivencias con la familia y los amigos, visitando y compartiendo con los más necesitados: enfermos, ancianos, encarcelados, etc.

Un buen cristiano debe testimoniar ante los demás acerca del verdadero sentido que el Domingo tiene haciendo referencia al Señor en todo lo que hace. Debe saber perder el tiempo en la práctica del bien.

Impresionantes son las palabras de los primeros cristianos: “Sin el día del Señor no podemos vivir”. Hermoso sería que los cristianos de hoy repitiéramos con total convicción: “Sin el día del Señor nuestra vida no tiene sentido”.

NOMBRES DE ESTE SACRAMENTO

La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras “eucharistein” (Lc 22, 19; 1 Co 11, 24) y “eulogein” (Mt 26, 26; Mc 14, 22) recuerdan las bendiciones judías que proclaman - sobre todo durante la comida- las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

Banquete del Señor (1 Co 11, 20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9) en la Jerusalén celestial.

Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (Mt 14, 19; 15, 36) sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24, 13-35) y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (Hch 2, 42. 46; 20, 7. 11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forma un solo cuerpo en él (1 Co 10, 16-17).

Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.

Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo sacrificio de la misa, “sacrificio de alabanza” (Hch 13, 15), sacrificio espiritual (1 P 2, 5), sacrificio
puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina liturgia, porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo (común - unión: 1 Co 10, 16-17); se la llama también las cosas santas (“ta hagia; sancta”) -es el sentido primero de la “comunión de los santos” de que habla el Símbolo de los Apóstoles -, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático...

Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (envío= “missio” en latín) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

LOS FINES DE LA MISA
 
La Iglesia, al celebrar la Eucaristía -el “sacrificio puro, inmaculado y santo”- reactualiza el acontecimiento central de nuestra fe: la muerte y resurrección de Jesucristo, el sacrificio ofrecido por la salvación del mundo.

Al no tener nosotros nada digno del Padre, él lo pone en nuestras manos como el don más preciado, para que lo hagamos nuestro “como el instrumento supremo por el que se distribuyen a los fieles los méritos de la cruz” (Mediator Dei).

Sus fines son idénticos a los del sacrificio del Calvario. Los principales son cuatro:

1.     Fin latréutico, o de alabanza. Latría significa el culto de adoración que sólo se tributa a Dios. La misa es el acto de culto más sublime, el más agradable que podemos ofrecer a Dios, porque lo hacemos por medio de Cristo. En la Eucaristía nos reconocemos hijos suyos por Cristo y con Cristo y proclamamos su soberanía sobre nosotros y sobre toda la creación. “Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás” (Lc 4, 8)

2.     Fin eucarístico, o de acción de gracias. “Ríos de gracia bajan desde el cielo -decía San Bernardo-; ríos de acciones de gracias deben tornar allá”. Debemos sentir una apremiante necesidad de expresar nuestra gratitud al Señor por todas las maravillas que obra en nuestro favor, principalmente por haber entregado a su Hijo para nuestra salvación, y por el don de su Espíritu que ha derramado en nuestros corazones. Pero sólo a través de su mismo Hijo podemos tributarle las debidas gracias. Unidos, pues, a Cristo en la misa, le expresamos agradecidos la alegría desbordante de sentirnos salvados. “Bendición, gloria, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos” (Apoc 7, 12).

3.  Fin propiciatorio o de reparación. No se trata de aplacar a Dios. No lo necesita. Es el Padre que está esperando el regreso del hijo pródigo para contagiarle su alegría por haberlo recuperado. La humanidad, mediante la respuesta generosa del Hijo, primogénito y cabeza de los hombres, ya ha retornado al Padre, quien, en Cristo, ha reconciliado al mundo consigo. Se trata, pues, de dejarnos reconciliar con El, de liberarnos del poder del pecado, gozando de esa alianza y comunión que Cristo nos mereció (2 Co 5,18-20). “Fue traspasado por nuestras iniquidades y por sus llagas fuimos nosotros sanados” (Isaías 53, 5).

4) Fin impetratorio, o de petición. Santa Teresa nos dice: “No perdáis tan buena sazón de negociar como es la hora después de haber comulgado”. En la misa dirigimos al Señor una serie de peticiones. Le pedimos por la Iglesia, por sus pastores, por la paz, por los que sufren, por los vivos y difuntos... Al hacerlo, nos reconocemos necesitados de su bondad. Y la misa es sin duda la mejor ocasión para llegar al fondo de su corazón, ya que Dios, siempre Padre, se tiene que mostrar mucho más generoso cuando sus hijos, en familia, juntos, nos ponemos a su disposición al ofrecer a su Hijo, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb 7, 25). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Lc 11, 9).

Recuerda:
- Fin latréutico: Adorar a Dios reconociéndolo como Creador y Ser Supremo
- Fin eucarístico: Darle gracias por todos los beneficios recibidos de El
- Fin propiciatorio: Moverlo a perdonar los pecados con que lo ofendemos

- Fin impetratorio: Pedirle los favores que necesitamos