LITURGIA DE LA EUCARISTÍA
De
la Palabra se pasa al Sacramento. La comunidad en un momento de calma dispone
la mesa y el corazón. Es el momento de iniciar la segunda gran Mesa de la
celebración, el segundo gran momento: la Mesa Eucarística, llamada altar. Este
momento, llamado Liturgia de la Eucaristía o solamente Liturgia Eucarística,
quiere alimentarnos de Dios a través de su Cuerpo y su Sangre, es decir, de
Dios mismo.
Preparamos una nueva mesa, y nuestra atención está en el altar. Allí
se dispondrán los dones, se prepara la ofrenda y posteriormente, por las
palabras del Sacerdote que son las mismas que utilizó Jesús en la última Cena,
y por la acción del Espíritu Santo, se hará presente el Señor.
El pan y el vino se transubstan (transforman, convierten) en Dios
verdadero. Es el mismo Jesús que nació hace dos mil años de María Virgen, quien
ahora está delante de nosotros. Su presencia sacramentada, engaña todo nuestro
ser, porque vemos, olfateamos, gustamos y palpamos dones de pan y vino. Pero sabemos
que realmente, después de la consagración, ya no son más pan y vino, sino que
son nuestro Señor.
Queremos que el Señor venga a alimentarnos para darnos vida, para
fortalecer nuestro espíritu, para hacernos parte de Él.
·
Ofertorio (presentación
de
los dones)
Es la preparación del altar y del ofrecimiento del Pan y Vino, como
símbolos de todo el universo y del trabajo de los hombres. Otra razón, y la más
importante por la que se usa Pan y Vino es porque fue lo que usó Jesús en la
Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía.
En este momento la comunidad toma asiento y acompaña con el canto esta
ofrenda. El sacerdote extiende sobre el altar un pequeño mantel blanco llamado
Corporal sobre el cual se colocan las ofrendas: estas son el Cáliz con el Vino
y la Patena con la Hostia.
Es bueno dejar en claro que la preparación del altar también puede ser
realizada por un diácono. Toda esta parte de la Misa, y hasta el inicio del
Rito de Comunión sólo puede presidirla un sacerdote. En el caso de la ausencia
de este y cuando el diácono (o un ministro) sea quien presida alguna
celebración, debe pasar al Rito de Comunión. El nombre que recibe la
celebración, entonces, es una Liturgia de la Palabra o Liturgia Eucarística,
pero NUNCA la Santa Misa.
También en este momento se presenta la ofrenda de la comunidad, que es
fruto del esfuerzo del trabajo, ofrenda que se representa en dinero. Este es
como acción de gracias por todos los beneficios brindados por Dios a los
hombres.
OFRENDA DEL PAN: El sacerdote al levantar la patena con la
hostia, lo hace para ofrecer a Dios lo que después será el Cuerpo de Jesús. En
este ofrecimiento el sacerdote reza (en voz alta si no hubiera canto) la siguiente
oración: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este
pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu
generosidad y ahora Te presentamos: él será para nosotros pan de vida”, respondiendo el pueblo: “Bendito
seas por siempre, Señor”.
Junto con el Pan, presentamos nuestras buenas
acciones que hemos hecho durante la semana.
OFRENDA DEL VINO: Con la ofrenda del vino, presentamos a Dios
nuestras faltas cometidas. Antes de levantar y ofrecer el vino, el sacerdote le
agrega unas gotas de agua al vino, lo que representa a cada uno de nosotros.
Esto quiere decir que nosotros participamos del sacrificio de Cristo.
Al poner agua en el cáliz, el sacerdote dice: “El agua unida al vino, sea signo de nuestra participación en la vida divina
de quien ha querido compartir nuestra condición humana”.
Las gotas de agua en el cáliz simbolizan la participación de nuestra
naturaleza humana con la naturaleza divina de Cristo.
Estas gotitas de agua junto con el vino, al transformarse en la sangre
de Cristo, nos limpian de nuestras faltas.
En el ofrecimiento del vino, al igual que el ofrecimiento del pan, el
sacerdote reza la siguiente oración: “Bendito
seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo
del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora Te presentamos: él será
para nosotros bebida de salvación”. Entonces, nuevamente
el pueblo responde: “Bendito seas por siempre, Señor”.
Después de la presentación de las ofrendas, el sacerdote se inclina
(generalmente juntando las manos), y dice en secreto: “Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que
éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor Dios
Nuestro”.
En algunas Misas más solemnes, cuando se ocupa incienso, en este
momento, es decir, una vez ofrecidos el pan y el vino, pero antes de proceder a
lavarse las manos, el sacerdote inciensa las ofrendas, indicando que la oblación
de la Iglesia y su oración suben al trono de Dios. Además, se inciensa el
Altar, en donde se realiza el Sacrificio de la Misa. Algunas veces el sacerdote
y los fieles también son incensados; esto constituye un sacramental.
Inmediatamente procede a lavarse las manos y dice: “Lávame, Señor, de mis culpas y que quede yo limpio de todo pecado”. Al decir estas palabras, está pidiendo a Dios que limpie su corazón
y purifique su alma para celebrar el sacrificio de Cristo.
A continuación, el sacerdote nos recuerda que el sacrificio de la Misa
es ofrecido por todos, dice: “Oren, hermanos, para que
este sacrificio, mío y de ustedes, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”. Todos los presentes responden: “El
Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su Nombre,
para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia”.
Terminado esto, el sacerdote invita a rezar una oración que se llama
Oración sobre las Ofrendas, con la cual se prepara la oración o plegaria
eucarística.
·
Plegaria Eucarística y Consagración.
Es el punto central y culminante de la celebración. Esta es una
Plegaria de acción de gracias y de consagración. Es bendición a Dios y alabanza
llena de admiración al Señor por la obra de la salvación. Con las palabras y
acciones de Cristo, se renueva la última cena en la cual él instituyó el
Sacramento de su Pasión y Resurrección, la alianza nueva y eterna.
La plegaria eucarística (llamada “anáfora” por los orientales y
“canon” en la liturgia romana) es un gran diálogo de oración con Dios. Además
NO es propiamente un conjunto de oraciones, sino una sola oración, un todo, compuesto
de los siguientes elementos:
Ø
Prefacio:
La Iglesia da gracias al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo, por
todas sus obras, por la creación, por la redención y la santificación.
Esta es una gran oración de alabanza, de acción de gracias; y es la
oración más hermosa que el hombre puede dirigir a Dios.
Al iniciar el prefacio, el sacerdote (S) comienza con un saludo, al
cual el pueblo (P) va respondiendo:
S. El Señor esté con
ustedes P. Y con tu espíritu.
S. Levantemos el corazón P. Lo tenemos levantado
hacia el Señor.
S. Demos gracias al Señor,
nuestro Dios P. Es justo y necesario.
Es en este saludo donde la comunidad nuevamente debe ponerse de pie. Y
el sacerdote continúa el prefacio: “En verdad es justo y necesario....”. El
prefacio termina con una aclamación: el canto del Santo.
Ø
El Santo:
Con este canto culmina el prefacio y nos unimos así a la alabanza que
hace la Iglesia celestial, con los Ángeles y Santos, cantando tres veces: “Santo, Santo, Santo es el Señor”.
En este momento, con este canto de alabanza, se une el Cielo y la
Tierra, cantando al Señor un himno de Gloria.
Es el canto más importante de la Santa Misa, ya que en este nos unimos
todos a cantar junto con los Santos y los Ángeles.
Ø
Primera Epíclesis:
Es una invocación o llamado al Espíritu Santo para que consagre el Pan
y el Vino. En este momento todos deben ponerse de rodillas, cuando el sacerdote
extiende las manos sobre el cáliz y la hostia, ya que en ese momento el
sacerdote por medio de la Iglesia pide a Dios Padre que envíe su Espíritu Santo
sobre el pan y el vino, para que los transforme en Cuerpo y Sangre de Cristo.
El sacerdote cuando extiende las manos sobre las ofrendas, dice: “Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad: por eso te pido
que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean
para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor” (oración eucarística II).
En este momento Jesús se hace presente por fuerza del Espíritu Santo
para quedarse con nosotros como alimento para darnos su vida.
Ø
Relato de la Institución:
La Eucaristía fue instituida por Jesús en la Última Cena, cuando
celebró la Pascua con sus apóstoles. Todos los presentes somos invitados a
revivir en forma sacramental ese momento.
El sacerdote que repite las Palabras de Jesús representa a Cristo
mismo. El Señor se hace presente bajo la forma de pan y vino, ofreciéndose a
Dios Padre por nuestra salvación, y por este modo, hacemos una sola ofrenda con
Él.
En cada Misa presenciamos nuevamente el ofrecimiento de Jesús al
Padre, se reactualiza el ofrecimiento de Cristo por cada uno de nosotros. Esto
ocurre cuando el sacerdote pronuncia las siguientes palabras: “El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente
aceptada, tomó pan, dándote gracias lo partió y lo dio a su discípulos
diciendo...”. Es por ello que hoy cada uno de nosotros somos
uno de sus discípulos.
Ø
Consagración del Pan:
Cuando el sacerdote repite las Palabras que dijo Jesús para consagrar
el pan, Jesús se hace presente en la Hostia Consagrada.
El milagro de la consagración se produce cuando el sacerdote dice: “Tomad y comed todos de Él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado
por vosotros”. En ese momento el sacerdote muestra la Hostia
a la asamblea y luego, dejándola sobre la patena, la adora con una genuflexión.
El milagro que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre
de Cristo, se llama TRANSUBSTANCIACIÓN, que es la conversión del pan en el
Cuerpo de Jesús y del vino en su Sangre.
Cada vez que la Hostia Consagrada sea elevada, podemos pedir a Jesús
que aumente en nosotros la fe, la esperanza y la caridad. En ese momento,
muchos prefieren adorar a Cristo, diciendo: “Señor
mío y Dios mío”.
Ø
Consagración del Vino:
Después de consagrar el pan, el sacerdote toma en sus manos el cáliz
con el vino y lo consagra por la fuerza del Espíritu Santo, convirtiéndolo en
la Sangre de Jesús, y lo hace empleando las mismas palabras dichas por Jesús en
la Última Cena.
Después de consagrar el pan, el sacerdote continúa diciendo: “Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, y dándote gracias de
nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo: Tomad y bebed todos de Él, porque
este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será
derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.
Haced esto en conmemoración Mía”.
Cuando el sacerdote eleva el cáliz, adoramos la Sangre de Jesucristo,
y al igual que en la elevación de la Hostia Consagrada, podemos pedir a Jesús
que aumente en nosotros la fe, la esperanza y la caridad. En ese momento,
muchos prefieren adorar a Cristo, diciendo: “Señor
mío y Dios mío”.
Después de la consagración la Hostia es el Cuerpo de Jesucristo vivo y
verdadero, con su Sangre, Alma y Divinidad. En el cáliz después de la
consagración, está también todo entero Jesucristo.
Finalizada la consagración no quedan ni pan ni vino, sólo las
apariencias: olor, color, sabor, forma, etc. Jesús que cambió al agua en vino
(Jn 2,1-12) puede también cambiar el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.
Jesucristo está todo entero en todas y cada una de las partes de la Hostia, así
como en todas las Hostias del mundo (aun siendo una parte muy diminuta, y casi
imposible verla con la vista humana).
Al consagrar separadamente bajo las dos especies, se representa la
Muerte de Cristo, en que su Sangre se separó del Cuerpo. También se representa
la comida y bebida, que son alimento completo del cuerpo.
ACLAMACIÓN: La
consagración culmina con una adoración a Cristo presente en el Altar, es una
proclamación del misterio de nuestra fe. El sacerdote dice: “Este es el sacramento de nuestra fe”.
En esta aclamación se contesta: “Anunciamos tu muerte.
Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”.
Al finalizar esta aclamación la asamblea, que estaba de rodillas,
puede volver a ponerse de pie, cuyo gesto acompaña la proclamación de la
resurrección de Jesús. Algunas personas, voluntariamente, permanecen de rodillas
hasta finalizada la doxología final (antes del Padre Nuestro).
Ø
Anamnesis:
La Iglesia realiza el memorial del mismo Cristo, recordando
principalmente su bienaventurada Pasión, su gloriosa Resurrección y ascensión a
los cielos.
Anamnesis significa volver a la memoria, hacer presente algo que
ocurrió tiempo atrás: “Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de
la Pasión salvadora de tu Hijo, su admirable resurrección y ascensión al cielo,
mientras esperamos su venida gloriosa....”
(Oración eucarística III). Esta termina con nuestro agradecimiento a Dios por
habernos regalado el don de la fe, y por permitirnos estar en su presencia: “...esperamos su venida gloriosa, Te ofrecemos, en esta acción de
gracias, el sacrificio vivo y santo”
(O. E. III).
Otro ejemplo, la anamnesis en la oración eucarística II, es el
siguiente: “Así, pues, Padre al celebrar ahora el memorial de
la muerte y resurrección de tu Hijo, Te ofrecemos, el pan de vida y el cáliz de
salvación, y Te damos gracias porque nos has elegido para servir en tu
presencia”.
Ø
Ofrenda del Sacrificio:
Cristo es la única ofrenda de la salvación. La Iglesia ofrece a su
Hijo a Dios Padre. En este momento, Cristo está limpiando las faltas de nuestro
corazón y nos vuelve a la amistad con Dios: “Te
ofrecemos, el pan de vida y el cáliz de salvación”
(O. E. II).
Ofrezcamos al Padre la víctima: “Dirige
tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por
cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad...”
(O. E. III). Lo que continúa ya es la segunda epíclesis.
Ø
Segunda Invocación al Espíritu Santo:
Esta segunda epíclesis se realiza para que todos los que recibimos a
Cristo formemos un solo espíritu. Continúa la oración iniciada en la ofrenda
del sacrificio: “....tu amistad, para que, fortalecidos con el
Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos un solo
cuerpo y un solo espíritu” (O. E. III).
“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo
congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo” (O. E. II).
Ø
Intercesiones Comunión con la Iglesia:
El sacerdote nos invita a unirnos en la oración con toda la Iglesia,
haciendo peticiones por la Iglesia misma: El Papa, Obispos, por el clero, los
fieles, y por los difuntos. En este momento toda la Iglesia se une en un solo corazón;
se invita a todos los fieles a unirse en oración por los más necesitados de
ella.
Oremos por nuestros Pastores: “Acuérdate,
Señor, de tu Iglesia extendida por toda la Tierra; y con el Papa N..., con
nuestro obispo N... y todos los pastores que cuidan de tu pueblo, llévala a tu
perfección por la caridad” (O.E. II)
Oremos por nuestros difuntos y por los necesitados espiritualmente: “Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de
la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a
contemplar la luz de tu rostro” (O. E. II).
Oremos por nosotros, para gozar de Dios en el cielo en compañía de los
Santos: “Ten misericordia de todos nosotros, y así, con
María, la Virgen Madre de Dios, los Apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad
a través de los tiempos, merezcamos por tu Hijo Jesucristo, compartir la Vida
Eterna y cantar tus alabanzas” (O. E. II).
Ø
Doxología Final:
Aquí la Plegaria Eucarística resume la alabanza a Dios Padre.
El sacerdote, elevando el cáliz con la patena, los cuales contienen el
Cuerpo y Sangre de Jesús, dice: “Por Cristo, con Él y en
Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y
toda gloria por los siglos de los siglos”.
Con nuestro “Amén” nos unimos a la
solemne alabanza de la Santísima Trinidad. Algunas veces, el coro canta un
solemne Amén, en el cual todos debemos tomar parte de esta alabanza. Amén
significa: así sea, ciertamente, yo me comprometo con esto.
EL DOMINGO: DÍA DEL SEÑOR
Tal vez muchos católicos más de alguna vez se han hecho la siguiente
pregunta: ¿Por qué he de acudir a misa en Domingo y no en el día que yo
prefiera? A quien así reclama, será bueno recordarle que la mentalidad
individualista está reñida con el cristianismo. Tanto que hoy se viene
repitiendo que “un cristiano solo no es cristiano”.
El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia “celebra todos los Domingos el Misterio Pascual en virtud de una
tradición apostólica que se remonta al día mismo de la resurrección de Cristo...
A ese día se le llama, con razón, el día del Señor o Domingo” (S.C. Nº 106).
Los primeros cristianos oraban cada día en privado; invocaban a Cristo
y le agradecían gozosamente el don de la salvación. Pero el Domingo se reunían
en asamblea para hacerlo juntos, en familia, animándose a serle fieles. Era la
fiesta semanal del grupo de los creyentes en honor del Señor Jesús.
Desde sus orígenes, la Iglesia ha sido muy fiel a la práctica de
celebrar el Domingo como el “día del Señor”. Es un día en que nos reunimos como
hermanos para compartir la fe, la esperanza y, principalmente, la Pascua del
Señor en la Eucaristía, cumbre y fuente de la vida cristiana.
Enseña el Concilio: “En efecto, este día los
fieles deben reunirse para que, oyendo la Palabra de Dios y participando en la
Eucaristía, se acuerden de la pasión, de la resurrección y de la gloria del
Señor Jesús, y den gracias a Dios que los ha regenerado por una viva esperanza
por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (S.C. Nº 106).
Precisamente, durante los primeros siglos, se fue configurando el
sentido del Domingo como día dedicado al Señor, caracterizado, principalmente,
por la celebración de la Eucaristía. Desde un comienzo fue el día de fiesta por
excelencia para la comunidad, llamado también “el primer día de la semana” como
lo confirman varios textos y relatos como el pasaje de los Hechos de los
Apóstoles: “El primer día de la semana estando nosotros reunidos
para partir el pan...” (He 20, 7-12).
Sin duda la resurrección de Cristo, ocurrida el primer día de la
semana (ver Lucas 24, 1-7), constituye la razón de ser el Domingo, pero no por el
hecho en sí, sino a causa del significado, la fuerza y repercusión que tuvo en la
comunidad de los primeros discípulos. Los cuatro evangelistas concuerdan en que
la Resurrección de Cristo tuvo lugar en “el primer día de la semana”, que
corresponde al día Domingo de ahora (Mt 28, 1; Mc 16, 2; Lc 24, 1; Jn 20, 1.
19).
Podemos decir con certeza que el Domingo es una de las pocas
celebraciones que están directamente ligadas con los primeros discípulos de
Jesús y, aparece, desde el principio, como un día de culto al Señor, el centro
de la fe cristiana.
Hay dos razones fundamentales para celebrar este día de la
Resurrección:
1. Con su muerte y Resurrección, Jesús comenzó la Nueva Alianza y terminó la Antigua
Alianza. Durante la última Cena, Jesús proclamó: “Esta
copa es la Alianza Nueva, sellada con mi sangre, que va a ser derramada por
ustedes” (Lc 22, 20). Los discípulos de Jesús poco a
poco se dieron cuenta de que en esta Nueva Alianza la ley de Moisés y sus
prácticas tendrían otro sentido (fueron superadas).
2. La muerte y Resurrección de Cristo significan también para los
primeros cristianos la Nueva Creación, ya
que Jesús culminaba su obra precisamente con su muerte y Resurrección justo en
el día Domingo, que será desde entonces “el
día del Señor”.
Nosotros también hemos recibido la promesa de entrar con Cristo en
este reposo (Hebreos 4, 1-16). Entonces, el día Domingo, “el día del Señor”,
será el verdadero día de descanso, en que los hombres reposarán de sus fatigas
a imagen de Dios que reposa de sus trabajos (Hebreos 4, 10 y Apoc. 14, 13).
De ahí en adelante la fe de los cristianos tiene como centro a Cristo Resucitado
y Glorificado. Y para ellos era muy lógico celebrar el “Día del Señor”
(Domingo) como el “Nuevo día” de la Creación (Is 2, 12).
No cabe duda, que para los primeros cristianos, la celebración de la Cena
del Señor era el centro de la fiesta, la cual NO nació de ninguna normativa
legal. Cuando ser cristiano equivalía ser candidato al martirio, no hacía falta
ninguna ley obligatoria. La ley llegó tardíamente. Después de varios siglos;
cuando decreció el fervor de los cristianos.
La fiesta había brotado espontáneamente. Como expresión de fe. Como
exigencia de amor y gratitud que impulsaba a festejar al Salvador; a sintonizar
con Él, recordando sus gestos y palabras, y a sentirlo cercano, presidiendo la
comida fraterna en la que todos participaban.
Es importante tener presente que el Domingo es, ante todo, la Pascua
semanal, el día del memorial de la muerte y resurrección de Cristo, que los
cristianos hemos de anunciar celebrando la Eucaristía. En este aspecto, es
fundamental tener claro que “Domingo, Asamblea y Eucaristía” forman una unidad:
“Nunca la asamblea es más signo vivo de la Iglesia
que cuando celebra la Eucaristía en el día del Señor”.
En este sentido, es muy impresionante el testimonio de un grupo de
cristianos que, a comienzos del siglo IV, nos hacían ver la importancia de la
convocatoria cristiana y el sentido profundo del día Domingo. La narración la expresa
muy bien el cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI).
Recogemos una pequeña parte de ella, fundamental para nuestra
reflexión y nuestra práctica de la Eucaristía dominical. Veamos:
“Ocurría el año 304, durante la persecución del emperador Diocleciano.
Oficiales romanos sorprendieron a un grupo de unos 50 cristianos,
durante la celebración de la Eucaristía dominical, para tomarlos prisioneros.
El pro-cónsul dijo al presbítero Saturnino:
- Has obrado contra las normas de los emperadores y de los Césares, ya
que has reunido a todos estos aquí.
El redactor cristiano añade que la contestación del presbítero llegó
bajo la inspiración del Espíritu Santo:
- “Ciertamente, hemos celebrado lo que es del Señor”.
Con esta frase se traduce la palabra latina “Dominicus”. No es fácil,
dice, traducirla a otro idioma, a causa de muchos sentidos. En primer lugar
significa el Día del Señor; pero también indica su contenido, es decir el sacramento
del Señor, su Resurrección y su presencia en la celebración eucarística.
Volviendo al acta del interrogatorio, el pro-cónsul insiste en el
porqué. La respuesta del presbítero es impresionante: “Hemos hecho lo que no podemos dejar de hacer, lo que es del Señor”.
Así expresa claramente y con convicción de que el Señor está por sobre
los señores. Este conocimiento da al sacerdote y a los fieles allí reunidos
gran seguridad en aquel momento en que la total inseguridad y la falta de protección
eran evidentes para la pequeña comunidad cristiana.
Pero casi más impresionantes son las respuestas que dio Emérito, el
dueño de casa, donde se había celebrado la Eucaristía dominical. A la pregunta
de por qué él había permitido una reunión prohibida, contestó: “En primer lugar, los que se reunieron eran mis hermanos, a los que no
podía cerrarles las puertas. El pro-cónsul insiste nuevamente: - Tenías que
haberles prohibido la entrada. “No podía”, contestó Emérito, pues sin el día
del Señor, sin el Ministerio del Señor, no podemos vivir”.
Frente a la voluntad de los Césares se opone clara y determinantemente
la conciencia cristiana. Esto no significa una obediencia pesada frente a una
norma de la Iglesia entendida como algo externo. Es la expresión de un deber
interior y, al mismo tiempo, una necesidad y un deseo. Orienta hacia lo que se
ha convertido en algo tan importante que debe ser realizado, incluso, bajo el
peligro de muerte.
·
Precepto Dominical
En el siglo IV, con el emperador Constantino, comienza la paz para la Iglesia.
Y, al ser favorecida oficialmente y cesar las persecuciones, el número de
cristianos crece considerablemente. Los pueblos se convierten masivamente.
Por decreto imperial del año 321, el Domingo queda declarado día
festivo para todo el imperio romano. Se facilitaba así la asistencia a la
celebración eucarística dominical. De hecho, sin embargo, la situación empeoró.
Como las conversiones en masa no eran siempre demasiado sinceras, fue decayendo
el fervor religioso. Por otra parte, la población se entregaba a fiestas y
diversiones a veces nada edificantes, con descuido de la asistencia a la asamblea
eucarística. Y no faltaban tampoco patrones que abusaban, obligando a sus
servidores a trabajar en domingo.
Esto es lo que, en la edad media, llevó a la Iglesia a implantar el “Precepto Dominical”. Desde entonces, el
cristiano cumple oficialmente la ley de santificar el domingo acudiendo a la
misa y absteniéndose de trabajos serviles.
Pero declarar obligatoria una cosa, por buena que sea, nunca ha sido
la mejor manera de conseguir que se la aprecie. Incluso una fiesta dejaría de
ser fiesta para quien se viera forzado tomar parte en ella.
En este caso se verifica y se comprueba claramente lo que la 1a carta
a Timoteo (1, 9-10) asegura: que la ley no se promulga
para los buenos, sino para los rebeldes.
Efectivamente. Los buenos, los auténticos -como ya queda dicho-
cumplían sin necesidad de ley. Y tampoco la necesitan después de implantada;
porque, impulsados por el amor, van mucho más lejos que la letra de la ley y no
sólo participan en la Eucaristía los domingos, sino todos los días que sus obligaciones
se lo permiten.
En cambio los mediocres y rebeldes, atentos únicamente a no caer bajo
el peso de la ley, encuentran fácilmente excusas para eludirla de no haber
sanciones a la vista.
Hay que subrayar estos datos, que deben preocupar a cuantos se
desentienden de la misa dominical. Porque no es culto individual, sino la
fiesta familiar. La fiesta del Cristo total -Cabeza y miembros- que, como
sacerdotes de la humanidad y de la creación, ofrecen oficialmente en nombre de
ellas el homenaje digno de Dios.
Una fiesta (el cumpleaños de la madre, por ejemplo), no se celebra
cuando a cada invitado se le ocurre. Tiene su fecha señalada y reclama la
presencia de los miembros del grupo. No acudir a la cita denota enfriamiento en
el amor hacia el homenajeado y, sobre todo, hacia el grupo. Acusa desinterés
por él.
Por lo tanto, quien no participa habitualmente en la Misa dominical
pudiendo hacerlo buenamente, ¿cómo se librará de la nota de desamor y
desinterés por Cristo y por la Iglesia, sobre todo si lo cree demasiado
sacrificio y exigencia?. “Quien ama se sacrifica... Los sacrificios a que me
someto no son sacrificios. El amor lo endulza y aligera todo” (Santa Teresa de Los Andes).
El católico, al habituarse a faltar a misa sin causa justificada, se
automargina. Poco a poco va sintiéndose extraño a los suyos y, olvidando el
lenguaje cristiano, comienza a asimilar criterios poco evangélicos; a desentenderse
de los problemas y preocupaciones de la Iglesia; a prescindir de los demás. De
ese modo, preocupándose únicamente de su salvación individual, viene a forjarse
un cristianismo a su manera, a la medida de sus gustos.
Que importante viene a ser, entonces, la asistencia y participación de
los cristianos, sean éstos adultos, jóvenes o niños, en la Misa dominical.
Claro está que han de asistir no por obligación o porque así está mandado, sino
por una necesidad interior de reunirse con otros hermanos en torno a la mesa
del Señor.
El Domingo es entonces, el día en que los cristianos se reúnen, se
reconocen y son reconocidos, vale decir que, además de celebrar la Misa,
tenemos la oportunidad de santificar el día del Señor, ya sea tomando contacto
con la naturaleza, realizando convivencias con la familia y los amigos,
visitando y compartiendo con los más necesitados: enfermos, ancianos,
encarcelados, etc.
Un buen cristiano debe testimoniar ante los demás acerca del verdadero
sentido que el Domingo tiene haciendo referencia al Señor en todo lo que hace.
Debe saber perder el tiempo en la práctica del bien.
Impresionantes son las palabras de los primeros cristianos: “Sin el
día del Señor no podemos vivir”. Hermoso sería que los cristianos de hoy
repitiéramos con total convicción: “Sin el día del Señor
nuestra vida no tiene sentido”.
NOMBRES DE ESTE SACRAMENTO
La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los
distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus
aspectos. Se le llama:
Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras
“eucharistein” (Lc 22, 19; 1 Co 11, 24) y “eulogein” (Mt 26, 26; Mc 14, 22)
recuerdan las bendiciones judías que proclaman - sobre todo durante la comida-
las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.
Banquete del Señor (1 Co 11, 20) porque se
trata de la Cena que el Señor celebró
con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (Ap
19, 9) en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan porque este rito,
propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía
el pan como cabeza de familia (Mt 14, 19; 15, 36) sobre todo en la última Cena.
En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,
13-35) y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas
eucarísticas (Hch 2, 42. 46; 20, 7. 11). Con él se quiere significar que todos
los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con
él y forma un solo cuerpo en
él (1 Co 10, 16-17).
Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles,
expresión visible de la Iglesia.
Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.
Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo
Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo sacrificio de la misa, “sacrificio de alabanza” (Hch 13, 15), sacrificio espiritual (1 P 2, 5), sacrificio
puro y santo, puesto que completa y supera todos los
sacrificios de la Antigua Alianza.
Santa y divina liturgia, porque toda la liturgia
de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de
este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento
de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas
guardadas en el sagrario.
Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo
que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo
(común - unión: 1 Co 10, 16-17); se la llama también las cosas santas (“ta hagia; sancta”) -es el sentido primero de la
“comunión de los santos” de que habla el Símbolo de los Apóstoles -, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático...
Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el
misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (envío= “missio” en
latín) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.
LOS FINES DE LA MISA
La Iglesia, al celebrar la Eucaristía -el “sacrificio puro, inmaculado
y santo”- reactualiza el acontecimiento central de nuestra fe: la muerte y
resurrección de Jesucristo, el sacrificio ofrecido por la salvación del mundo.
Al no tener nosotros nada digno del Padre, él lo pone en nuestras
manos como el don más preciado, para que lo hagamos nuestro “como el instrumento supremo por el que se distribuyen a los fieles los
méritos de la cruz” (Mediator Dei).
Sus fines son idénticos a los del sacrificio del Calvario. Los
principales son cuatro:
1. Fin latréutico, o de alabanza.
Latría significa el culto de adoración que sólo se tributa a Dios. La misa es
el acto de culto más sublime, el más agradable que podemos ofrecer a Dios,
porque lo hacemos por medio de Cristo. En la Eucaristía nos reconocemos hijos
suyos por Cristo y con Cristo y proclamamos su soberanía sobre nosotros y sobre
toda la creación. “Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás” (Lc 4, 8)
2. Fin eucarístico, o de acción de gracias. “Ríos de gracia bajan desde el cielo -decía San Bernardo-; ríos de acciones
de gracias deben tornar allá”. Debemos sentir una apremiante necesidad de
expresar nuestra gratitud al Señor por todas las maravillas que obra en nuestro
favor, principalmente por haber entregado a su Hijo para nuestra salvación, y
por el don de su Espíritu que ha derramado en nuestros corazones. Pero sólo a
través de su mismo Hijo podemos tributarle las debidas gracias. Unidos, pues, a
Cristo en la misa, le expresamos agradecidos la alegría desbordante de
sentirnos salvados. “Bendición, gloria, acción de gracias, honor, poder y
fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos” (Apoc 7, 12).
3. Fin propiciatorio o de reparación. No
se trata de aplacar a Dios. No lo necesita. Es el Padre que está esperando el
regreso del hijo pródigo para contagiarle su alegría por haberlo recuperado. La
humanidad, mediante la respuesta generosa del Hijo, primogénito y cabeza de los
hombres, ya ha retornado al Padre, quien, en Cristo, ha reconciliado al mundo
consigo. Se trata, pues, de dejarnos reconciliar con El, de liberarnos del
poder del pecado, gozando de esa alianza y comunión que Cristo nos mereció (2
Co 5,18-20). “Fue traspasado por nuestras iniquidades y por sus llagas fuimos
nosotros sanados” (Isaías 53, 5).
4) Fin impetratorio, o de petición. Santa Teresa nos dice: “No perdáis tan buena sazón de negociar como
es la hora después de haber comulgado”. En la misa dirigimos al Señor una serie
de peticiones. Le pedimos por la Iglesia, por sus pastores, por la paz, por los
que sufren, por los vivos y difuntos... Al hacerlo, nos reconocemos necesitados
de su bondad. Y la misa es sin duda la mejor ocasión para llegar al fondo de su
corazón, ya que Dios, siempre Padre, se tiene que mostrar mucho más generoso
cuando sus hijos, en familia, juntos, nos ponemos a su disposición al ofrecer a
su Hijo, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb 7, 25). “Pedid y se
os dará; buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Lc 11, 9).
Recuerda:
- Fin latréutico: Adorar a Dios reconociéndolo como Creador y Ser
Supremo
- Fin eucarístico: Darle gracias por todos los beneficios recibidos de
El
- Fin propiciatorio: Moverlo a perdonar los pecados con que lo
ofendemos
- Fin impetratorio: Pedirle los favores que necesitamos