miércoles, 25 de octubre de 2017

15. El lector

Uno de los ministerios litúrgicos más importantes que se puede ejercitar en la celebración es el de proclamar las lecturas. Junto con el salmista y el predicador de la homilía, el lector ayuda a la comunidad cristiana a escuchar en las mejores condiciones posibles la Palabra de Dios y acogerla como dicha hoy y aquí para cada uno de los creyentes.

No es fácil leer. Leer bien es re-crear, dar vida a un texto, dar voz a un autor. Es transmitir a la comunidad de los fieles lo que Dios les quiere decir hoy, aunque el texto pertenezca a los libros antiguos. Leer es pronunciar palabras, pero sobre todo decir un mensaje vivo.

Más que “leer”, se trata de “proclamar” expresivamente la Palabra. Pro-clamar es pronunciar, promulgar delante de la asamblea que escucha. No es mera lectura personal, o información, o clase. Es un ministerio que se realiza dentro de una celebración, y  el mismo hecho de leer en público para esta comunidad de creyentes es todo un gesto de culto, un servicio litúrgico, realizado con fe y desde la fe.

Una de las primeras condiciones de un buen lector es que recuerde que en este ministerio él es simplemente -y nada menos- un mediador entre el Dios que dirige su Palabra y la comunidad cristiana que la escucha y la hace suya. Lo que él trasmite a sus hermanos no es palabra suya ni tampoco de la Iglesia, sino de Dios.

VADEMÉCUM DEL BUEN LECTOR
                
I.      CONOCER Y ENTENDER DEL TEXTO

1.   ¿Quién habla en el texto? ¿A quién habla? ¿Acerca de qué? ¿Con qué finalidad?
2.   ¿Qué clase de texto es? ¿Un relato? ¿Una exhortación? ¿Un diálogo? ¿Una oración? ¿Una acusación?
3.   ¿Qué sienten las personas que encontramos en el texto?
4.   ¿Hay en este pasaje algunas palabras difíciles de entender? ¿Qué significan?
5.   ¿Se divide el texto en varias partes? ¿Dónde comienza y termina cada parte?

II.         PREPARAR LA EXPRESIÓN DE LA LECTURA

6.      ¿Cuáles son las palabras más importantes y las frases principales a subrayar en el pasaje?
7.      ¿Dónde hay que hacer una pausa breve y dónde una pausa más prolongada?
8.      ¿Dónde hay que evitar de hacer una pausa?
9.      ¿Cuál es el tono de voz (o los varios tonos de voz) que conviene para este texto?
10.   ¿Cuál es el ritmo que debo usar en cada parte del texto (más lento o más acelerado aunque nunca de prisa?
11.   Pronunciar bien cada palabra y cada sílaba. Vocalizar bien.
12.   Evitar el defecto de bajar demasiado el volumen de la voz al final de las frases.
13.   Para estar seguro, prepararse antes y repetir la lectura en voz alta. Varias veces.

III.        EXPRESAR LOS SENTIMIENTOS DEL AUTOR Y DE LOS PERSONAJES

14.   No se trata de declamar o de dramatizar. La lectura o proclamación no es una representación teatral, y hay que evitar atraer la atención del que escucha sobre la persona del lector en vez que sobre la Palabra de Dios. Pero el lector no debe permanecer indiferente a lo que está leyendo. Debe leer de tal manera que lo que está proclamando “acontezca” a la vista de los oyentes. Mediante su  entonación debe hacer llegar a los oyentes los sentimientos expresados en el texto. La “Liturgia de la Palabra” debe ser “celebración de la Palabra”

IV.  AVERIGUAR ALGUNOS ASPECTOS DE LA CELEBRACIÓN


15.   ¿Se encuentra el Leccionario (¡nada de folletos u hojas sueltas!) en el ambón? ¿Está abierto en la página que corresponde?
16.   ¿Está ya conectado y a buena altura el micrófono? (si no, hacer que lo conecten, arreglar la altura...) Para no tener que dar los golpes de rigor al micrófono a la hora de empezar la lectura...
17.   ¿A qué distancia del micrófono hay que poner la boca para que la voz se oiga bien?        

V.         SABER IR AL AMBÓN


18.   Situarse ya desde el inicio de la celebración en un lugar no muy lejos del ambón.
19.   No desplazarse hacia el ambón hasta que se haya terminado lo que precede (canto, oración, monición).
20.   Avanzar con un paso normal, sin ostentación ni precipitación; no con rigidez, sino con una digna naturalidad.

VI.  LA POSTURA DEL LECTOR

21.   Los pies bien plantados y firmes. Evitar balancearse o poner un pie hacia atrás.
22.   Nada de brazos colgantes o cruzados o de manos en los bolsillos. Las manos se pueden tener juntas, o se pueden colocar en las orillas laterales del ambón, tocándolas ligeramente (no apoyándose en ellas), sin tocar el mismo Leccionario, para que en poco tiempo no esté todo untuoso...

VII.     PRESENTACIÓN DEL LECTOR

23.   No debe llevar nada que pueda distraer u ofender a los presentes, ni por ostentoso, ni por descuidado y poco conveniente o ridículo (ciertas camisetas con anuncios inconvenientes, vestidos desarreglados o sucios, pelo “huracanado”...). Tener criterio y presentarse como una persona educada y normal.

VIII.    INMEDIATAMENTE ANTES DE COMENZAR

24.   Una breve pausa para mirar a la asamblea, a fin de tenerla en la mente, puesto que es a ella a quien se habla, y también para establecer un contacto directo con ella antes de comenzar la proclamación.
25.   Tomar buena respiración.
26.   No iniciar nunca la lectura antes de que toda la asamblea esté tranquila y se haya creado un clima de silencio y de atención (por ejemplo esperar que todos se hayan sentado tranquilamente).

IX.    LEER EL TÍTULO

27.  Leer solamente el título bíblico, sin añadir nada más. No se dice “primera lectura”, o “segunda lectura”, o “salmo responsorial”. Ni se dice “capítulo” o “versículo”. No se lee el subtítulo o la frase en rojo que en el Leccionario precede la lectura.
28.   Después de leer el título, hacer una breve pausa antes de seguir proclamando el texto.

X.      LEER LENTAMENTE


29.   En general, se lee demasiado rápido y no se hacen las pausas debidas, siguiendo la puntuación y la lógica del texto. Hay que recordar que el oyente no es una grabadora, sino una mente humana, que debe tener el tiempo de sentir, de reaccionar, de oír, de entender, de coordinar y asimilar lo que oye. Cuando el lector tiene la impresión de leer demasiado despacio y de hacer pausas demasiado prolongadas, todavía suele estar leyendo rápido o apenas lo suficientemente lento...

XI.   LEER CON LA CABEZA ALTA

30.   Leer mostrando el rostro, y no la coronilla, a la asamblea. Al leer con la cabeza alta, la misma voz resulta más clara y fuerte, y no se dirige hacia el libro, sino hacia la comunidad, a la que se quiere comunicar el contenido del texto.
31.   Si el ambón es demasiado bajo, es mejor levantar el libro con las manos, pero no bajar la cabeza.

XII.     ¿CÓMO TERMINAR LA LECTURA?

32.   Hacer una pausa después de la última frase, antes de decir “Palabra de Dios”.
33.   Decir simplemente “¡Palabra de Dios!”, y nada más (por ejemplo: “Hermanos, esta es Palabra de Dios” o expresiones parecidas). Se trata de una aclamación (“¡Palabra de Dios!”), no de una afirmación o de una explicación (“Es Palabra de Dios”)
34.   Escuchar desde el ambón, sin retirarse todavía, la respuesta de la asamblea, incluso cuando sea una aclamación cantada.
35.   Abrir el Leccionario en la página del salmo responsorial o de la siguiente lectura, para dejarlo todo listo para el que sigue.
36.   Volver al sitio con paso normal, caminando con calma y firmeza, con naturalidad. No hace falta quedarse allí para acompañar al siguiente lector.

15. La música y el canto en la celebración litúrgica

El Canto Litúrgico

Los cantos son comunes a todas las fiestas y celebraciones. Y como las celebraciones litúrgicas son verdaderas celebraciones, el canto es parte esencial. En toda la Biblia encontramos el canto. El ejemplo más perfecto son los salmos, que expresan la admiración y el reconocimiento de la presencia de Dios en la creación, en la historia y en la vida de cada hombre.
        
La iglesia primitiva continúo esta práctica y los apóstoles invitaban a los fieles a expresarse con salmos, himnos y cánticos inspirados (Ef 5,18-20; Sant 5,13).

En los Santos Padres hay muchos testimonios. San Juan Crisóstomo dice: “Desde que baja en medio de nosotros el salmo, reúne las voces más diversas y forma con todas ellas un cántico armonioso”. San Basilio dice: “El canto del salmo rehace amistades, reúne a los que estaban separados entre sí, vuelve amigos a los que estaban enemistados... y reúne al pueblo en la sinfonía de un mismo coro”. San Agustín dice: “Yo siento que estas palabras, cuando se cantan, sumergen mi alma en devoción más ferviente y apasionada que si no se cantasen.

Siempre que las personas se han reunido en nombre del Señor para celebrar los misterios del Señor, la música y el canto han ocupado un lugar importante.

Las  funciones y los  valores  del  canto

La Iglesia se sirve del canto y la música para celebrar el misterio de la salvación. Y la razón del canto se encuentra en el servicio que se debe prestar a la acción litúrgica (SC 112). El canto ha servido siempre para expresar los sentimientos más profundos del hombre. El canto desarrolla la participación y permite que los sentimientos de fe, alabanza, gozo, etc., adopten una expresión más intensa y penetrante.

El canto crea comunidad: “El canto dimana de los profundo del espíritu... y pone de manifiesto de un modo pleno y perfecto la índole comunitaria del culto cristiano” y el canto es un signo de comunión. “nada más festivo ni más grato en las celebraciones que toda un asamblea entera exprese su fe y su piedad por el canto”.

La animación
 
En la asamblea litúrgica existe una diversidad de servicios para el canto. Ante todo, esta el pueblo que es el responsable principal del canto, pero también existen individualidades que cantan: el presidente, el salmista, el solista, el coro, el animador o director del canto, y es muy importante saber conjugar estos actores que intervienen en el canto.

Tiene una gran importancia el animador del canto que dirige la asamblea y que además tiene que ensayar. Su función consiste en impulsar, animar, cantar sin olvidar que el principal animador de la acción litúrgica es el presidente y con él la comunidad toda. El animador crea la comunión desde el canto.


El coro ayuda al canto colectivo de la asamblea, colabora alternativa o dialogalmente con ella, enriquece el canto con la polifonía y suple en ciertos momentos al pueblo para que este escuche. Nunca suplanta a la asamblea sobre todo en el salmo interleccional, en el santo, en la aclamación Eucarística, etc.

14. Domingo: Día del Señor

Tal vez muchos católicos más de alguna vez se han hecho la siguiente pregunta: ¿Por qué he de acudir a misa en Domingo y no en el día que yo prefiera? A quien así reclama, será bueno recordarle que la mentalidad individualista está reñida con el cristianismo. Tanto que hoy se viene repitiendo que “un cristiano solo no es cristiano”.

El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia “celebra todos los Domingos el Misterio Pascual en virtud de una tradición apostólica que se remonta al día mismo de la resurrección de Cristo... A ese día se le llama, con razón, el día del Señor o Domingo” (S.C. Nº 106).

Los primeros cristianos oraban cada día en privado; invocaban a Cristo y le agradecían gozosamente el don de la salvación. Pero el Domingo se reunían en asamblea para hacerlo juntos, en familia, animándose a serle fieles. Era la fiesta semanal del grupo de los creyentes en honor del Señor Jesús.

Desde sus orígenes, la Iglesia ha sido muy fiel a la práctica de celebrar el Domingo como el “día del Señor”. Es un día en que nos reunimos como hermanos para compartir la fe, la esperanza y, principalmente, la Pascua del Señor en la Eucaristía, cumbre y fuente de la vida cristiana.

Enseña el Concilio: “En efecto, este día los fieles deben reunirse para que, oyendo la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, se acuerden de la pasión, de la resurrección y de la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los ha regenerado por una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (S.C. Nº 106).

Precisamente, durante los primeros siglos, se fue configurando el sentido del Domingo como día dedicado al Señor, caracterizado, principalmente, por la celebración de la Eucaristía. Desde un comienzo fue el día de fiesta por excelencia para la comunidad, llamado también “el primer día de la semana” como lo confirman varios textos y relatos como el pasaje de los Hechos de los Apóstoles: “El primer día de la semana estando nosotros reunidos para partir el pan...” (He 20, 7-12).

Sin duda la resurrección de Cristo, ocurrida el primer día de la semana (ver Lucas 24, 1-7), constituye la razón de ser el Domingo, pero no por el hecho en sí, sino a causa del significado, la fuerza y repercusión que tuvo en la comunidad de los primeros discípulos. Los cuatro evangelistas concuerdan en que la Resurrección de Cristo tuvo lugar en “el primer día de la semana”, que corresponde al día Domingo de ahora (Mt 28, 1; Mc 16, 2; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19).

Podemos decir con certeza que el Domingo es una de las pocas celebraciones que están directamente ligadas con los primeros discípulos de Jesús y, aparece, desde el principio, como un día de culto al Señor, el centro de la fe cristiana.

Hay dos razones fundamentales para celebrar este día de la Resurrección:

1.    Con su muerte y Resurrección, Jesús comenzó la Nueva Alianza y terminó la Antigua Alianza. Durante la última Cena, Jesús proclamó: “Esta copa es la Alianza Nueva, sellada con mi sangre, que va a ser derramada por ustedes” (Lc 22, 20). Los discípulos de Jesús poco a poco se dieron cuenta de que en esta Nueva Alianza la ley de Moisés y sus prácticas tendrían otro sentido (fueron superadas).

2.    La muerte y Resurrección de Cristo significan también para los primeros cristianos la Nueva Creación, ya que Jesús culminaba su obra precisamente con su muerte y Resurrección justo en el día Domingo, que será desde entonces “el día del Señor”.

Nosotros también hemos recibido la promesa de entrar con Cristo en este reposo (Hebreos 4, 1-16). Entonces, el día Domingo, “el día del Señor”, será el verdadero día de descanso, en que los hombres reposarán de sus fatigas a imagen de Dios que reposa de sus trabajos (Hebreos 4, 10 y Apoc. 14, 13).

De ahí en adelante la fe de los cristianos tiene como centro a Cristo Resucitado y Glorificado. Y para ellos era muy lógico celebrar el “Día del Señor” (Domingo) como el “Nuevo día” de la Creación (Is 2, 12).

No cabe duda, que para los primeros cristianos, la celebración de la Cena del Señor era el centro de la fiesta, la cual NO nació de ninguna normativa legal. Cuando ser cristiano equivalía ser candidato al martirio, no hacía falta ninguna ley obligatoria. La ley llegó tardíamente. Después de varios siglos; cuando decreció el fervor de los cristianos.

La fiesta había brotado espontáneamente. Como expresión de fe. Como exigencia de amor y gratitud que impulsaba a festejar al Salvador; a sintonizar con Él, recordando sus gestos y palabras, y a sentirlo cercano, presidiendo la comida fraterna en la que todos participaban.

Es importante tener presente que el Domingo es, ante todo, la Pascua semanal, el día del memorial de la muerte y resurrección de Cristo, que los cristianos hemos de anunciar celebrando la Eucaristía. En este aspecto, es fundamental tener claro que “Domingo, Asamblea y Eucaristía” forman una unidad: “Nunca la asamblea es más signo vivo de la Iglesia que cuando celebra la Eucaristía en el día del Señor”.

En este sentido, es muy impresionante el testimonio de un grupo de cristianos que, a comienzos del siglo IV, nos hacían ver la importancia de la convocatoria cristiana y el sentido profundo del día Domingo. La narración la expresa muy bien el cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI).

Recogemos una pequeña parte de ella, fundamental para nuestra reflexión y nuestra práctica de la Eucaristía dominical. Veamos:

“Ocurría el año 304, durante la persecución del emperador Diocleciano.

Oficiales romanos sorprendieron a un grupo de unos 50 cristianos, durante la celebración de la Eucaristía dominical, para tomarlos prisioneros. El pro-cónsul dijo al presbítero Saturnino: - Has obrado contra las normas de los emperadores y de los Césares, ya que has reunido a todos estos aquí. El redactor cristiano añade que la contestación del presbítero llegó bajo la inspiración del Espíritu Santo: - “Ciertamente, hemos celebrado lo que es del Señor”.

Con esta frase se traduce la palabra latina “Dominicus”. No es fácil, dice, traducirla a otro idioma, a causa de muchos sentidos. En primer lugar significa el Día del Señor; pero también indica su contenido, es decir el sacramento del Señor, su Resurrección y su presencia en la celebración eucarística.

Volviendo al acta del interrogatorio, el pro-cónsul insiste en el porqué. La respuesta del presbítero es impresionante: “Hemos hecho lo que no podemos dejar de hacer, lo que es del Señor”.

Así expresa claramente y con convicción de que el Señor está por sobre los señores. Este conocimiento da al sacerdote y a los fieles allí reunidos gran seguridad en aquel momento en que la total inseguridad y la falta de protección eran evidentes para la pequeña comunidad cristiana.

Pero casi más impresionantes son las respuestas que dio Emérito, el dueño de casa, donde se había celebrado la Eucaristía dominical. A la pregunta de por qué él había permitido una reunión prohibida, contestó: “En primer lugar, los que se reunieron eran mis hermanos, a los que no podía cerrarles las puertas. El pro-cónsul insiste nuevamente: - Tenías que haberles prohibido la entrada. “No podía”, contestó Emérito, pues sin el día del Señor, sin el Ministerio del Señor, no podemos vivir”.

Frente a la voluntad de los Césares se opone clara y determinantemente la conciencia cristiana. Esto no significa una obediencia pesada frente a una norma de la Iglesia entendida como algo externo. Es la expresión de un deber interior y, al mismo tiempo, una necesidad y un deseo. Orienta hacia lo que se ha convertido en algo tan importante que debe ser realizado, incluso, bajo el peligro de muerte.

·      Precepto Dominical
En el siglo IV, con el emperador Constantino, comienza la paz para la Iglesia. Y, al ser favorecida oficialmente y cesar las persecuciones, el número de cristianos crece considerablemente. Los pueblos se convierten masivamente.

Por decreto imperial del año 321, el Domingo queda declarado día festivo para todo el imperio romano. Se facilitaba así la asistencia a la celebración eucarística dominical. De hecho, sin embargo, la situación empeoró.

Como las conversiones en masa no eran siempre demasiado sinceras, fue decayendo el fervor religioso. Por otra parte, la población se entregaba a fiestas y diversiones a veces nada edificantes, con descuido de la asistencia a la asamblea eucarística. Y no faltaban tampoco patrones que abusaban, obligando a sus servidores a trabajar en domingo.

Esto es lo que, en la edad media, llevó a la Iglesia a implantar el “Precepto Dominical”. Desde entonces, el cristiano cumple oficialmente la ley de santificar el domingo acudiendo a la misa y absteniéndose de trabajos serviles.

Pero declarar obligatoria una cosa, por buena que sea, nunca ha sido la mejor manera de conseguir que se la aprecie. Incluso una fiesta dejaría de ser fiesta para quien se viera forzado tomar parte en ella.

En este caso se verifica y se comprueba claramente lo que la 1a carta a Timoteo (1, 9-10) asegura: que la ley no se promulga para los buenos, sino para los rebeldes.

Efectivamente. Los buenos, los auténticos -como ya queda dicho- cumplían sin necesidad de ley. Y tampoco la necesitan después de implantada; porque, impulsados por el amor, van mucho más lejos que la letra de la ley y no sólo participan en la Eucaristía los domingos, sino todos los días que sus obligaciones se lo permiten.

En cambio los mediocres y rebeldes, atentos únicamente a no caer bajo el peso de la ley, encuentran fácilmente excusas para eludirla de no haber sanciones a la vista.

Hay que subrayar estos datos, que deben preocupar a cuantos se desentienden de la misa dominical. Porque no es culto individual, sino la fiesta familiar. La fiesta del Cristo total -Cabeza y miembros- que, como sacerdotes de la humanidad y de la creación, ofrecen oficialmente en nombre de ellas el homenaje digno de Dios.

Una fiesta (el cumpleaños de la madre, por ejemplo), no se celebra cuando a cada invitado se le ocurre. Tiene su fecha señalada y reclama la presencia de los miembros del grupo. No acudir a la cita denota enfriamiento en el amor hacia el homenajeado y, sobre todo, hacia el grupo. Acusa desinterés por él.

Por lo tanto, quien no participa habitualmente en la Misa dominical pudiendo hacerlo buenamente, ¿cómo se librará de la nota de desamor y desinterés por Cristo y por la Iglesia, sobre todo si lo cree demasiado sacrificio y exigencia? “Quien ama se sacrifica... Los sacrificios a que me someto no son sacrificios. El amor lo endulza y aligera todo” (Santa Teresa de Los Andes).

El católico, al habituarse a faltar a misa sin causa justificada, se automargina. Poco a poco va sintiéndose extraño a los suyos y, olvidando el lenguaje cristiano, comienza a asimilar criterios poco evangélicos; a desentenderse de los problemas y preocupaciones de la Iglesia; a prescindir de los demás. De ese modo, preocupándose únicamente de su salvación individual, viene a forjarse un cristianismo a su manera, a la medida de sus gustos.

Que importante viene a ser, entonces, la asistencia y participación de los cristianos, sean éstos adultos, jóvenes o niños, en la Misa dominical. Claro está que han de asistir no por obligación o porque así está mandado, sino por una necesidad interior de reunirse con otros hermanos en torno a la mesa del Señor.

El Domingo es entonces, el día en que los cristianos se reúnen, se reconocen y son reconocidos, vale decir que, además de celebrar la Misa, tenemos la oportunidad de santificar el día del Señor, ya sea tomando contacto con la naturaleza, realizando convivencias con la familia y los amigos, visitando y compartiendo con los más necesitados: enfermos, ancianos, encarcelados, etc.

Un buen cristiano debe testimoniar ante los demás acerca del verdadero sentido que el Domingo tiene haciendo referencia al Señor en todo lo que hace. Debe saber perder el tiempo en la práctica del bien.

Impresionantes son las palabras de los primeros cristianos: “Sin el día del Señor no podemos vivir”. Hermoso sería que los cristianos de hoy repitiéramos con total convicción: “Sin el día del Señor nuestra vida no tiene sentido”.

NOMBRES DE ESTE SACRAMENTO


La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras “eucharistein” (Lc 22, 19; 1 Co 11, 24) y “eulogein” (Mt 26, 26; Mc 14, 22) recuerdan las bendiciones judías que proclaman - sobre todo durante la comida- las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

Banquete del Señor (1 Co 11, 20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9) en la Jerusalén celestial.

Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (Mt 14, 19; 15, 36) sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24, 13-35) y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (Hch 2, 42. 46; 20, 7. 11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forma un solo cuerpo en él (1 Co 10, 16-17).

Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.
Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo sacrificio de la misa, “sacrificio de alabanza” (Hch 13, 15), sacrificio espiritual (1 P 2, 5), sacrificio
puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina liturgia, porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo (común - unión: 1 Co 10, 16-17); se la llama también las cosas santas (“ta hagia; sancta”) -es el sentido primero de la “comunión de los santos” de que habla el Símbolo de los Apóstoles -, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático...

Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (envío= “missio” en latín) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

LOS FINES DE LA MISA
 
La Iglesia, al celebrar la Eucaristía -el “sacrificio puro, inmaculado y santo”- reactualiza el acontecimiento central de nuestra fe: la muerte y resurrección de Jesucristo, el sacrificio ofrecido por la salvación del mundo.

Al no tener nosotros nada digno del Padre, él lo pone en nuestras manos como el don más preciado, para que lo hagamos nuestro “como el instrumento supremo por el que se distribuyen a los fieles los méritos de la cruz” (Mediator Dei).

Sus fines son idénticos a los del sacrificio del Calvario. Los principales son cuatro:

1.    Fin latréutico, o de alabanza. Latría significa el culto de adoración que sólo se tributa a Dios. La misa es el acto de culto más sublime, el más agradable que podemos ofrecer a Dios, porque lo hacemos por medio de Cristo. En la Eucaristía nos reconocemos hijos suyos por Cristo y con Cristo y proclamamos su soberanía sobre nosotros y sobre toda la creación. “Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás” (Lc 4, 8)

2.    Fin eucarístico, o de acción de gracias. “Ríos de gracia bajan desde el cielo -decía San Bernardo-; ríos de acciones de gracias deben tornar allá”. Debemos sentir una apremiante necesidad de expresar nuestra gratitud al Señor por todas las maravillas que obra en nuestro favor, principalmente por haber entregado a su Hijo para nuestra salvación, y por el don de su Espíritu que ha derramado en nuestros corazones. Pero sólo a través de su mismo Hijo podemos tributarle las debidas gracias. Unidos, pues, a Cristo en la misa, le expresamos agradecidos la alegría desbordante de sentirnos salvados. “Bendición, gloria, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos” (Apoc 7, 12).

3.    Fin propiciatorio o de reparación. No se trata de aplacar a Dios. No lo necesita. Es el Padre que está esperando el regreso del hijo pródigo para contagiarle su alegría por haberlo recuperado. La humanidad, mediante la respuesta generosa del Hijo, primogénito y cabeza de los hombres, ya ha retornado al Padre, quien, en Cristo, ha reconciliado al mundo consigo. Se trata, pues, de dejarnos reconciliar con El, de liberarnos del poder del pecado, gozando de esa alianza y comunión que Cristo nos mereció (2 Co 5,18-20). “Fue traspasado por nuestras iniquidades y por sus llagas fuimos nosotros sanados” (Isaías 53, 5).

4) Fin impetratorio, o de petición. Santa Teresa nos dice: “No perdáis tan buena sazón de negociar como es la hora después de haber comulgado”. En la misa dirigimos al Señor una serie de peticiones. Le pedimos por la Iglesia, por sus pastores, por la paz, por los que sufren, por los vivos y difuntos... Al hacerlo, nos reconocemos necesitados de su bondad. Y la misa es sin duda la mejor ocasión para llegar al fondo de su corazón, ya que Dios, siempre Padre, se tiene que mostrar mucho más generoso cuando sus hijos, en familia, juntos, nos ponemos a su disposición al ofrecer a su Hijo, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb 7, 25). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Lc 11, 9).

Recuerda:
- Fin latréutico: Adorar a Dios reconociéndolo como Creador y Ser Supremo
- Fin eucarístico: Darle gracias por todos los beneficios recibidos de El
- Fin propiciatorio: Moverlo a perdonar los pecados con que lo ofendemos

- Fin impetratorio: Pedirle los favores que necesitamos.