Tal vez muchos católicos más de alguna vez se han
hecho la siguiente pregunta: ¿Por qué he de acudir a misa en Domingo y no en el
día que yo prefiera? A quien así reclama, será bueno recordarle que la
mentalidad individualista está reñida con el cristianismo. Tanto que hoy se
viene repitiendo que “un cristiano solo no es cristiano”.
El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia “celebra todos los Domingos el Misterio Pascual en
virtud de una tradición apostólica que se remonta al día mismo de la
resurrección de Cristo... A ese día se le llama, con razón, el día del Señor o
Domingo” (S.C. Nº 106).
Los primeros cristianos oraban cada día en
privado; invocaban a Cristo y le agradecían gozosamente el don de la salvación.
Pero el Domingo se reunían en asamblea para hacerlo juntos, en familia,
animándose a serle fieles. Era la fiesta semanal del grupo de los creyentes en
honor del Señor Jesús.
Desde sus orígenes, la Iglesia ha sido muy fiel a
la práctica de celebrar el Domingo como el “día del Señor”. Es un día en que
nos reunimos como hermanos para compartir la fe, la esperanza y,
principalmente, la Pascua del Señor en la Eucaristía, cumbre y fuente de la
vida cristiana.
Enseña el Concilio: “En efecto, este día los fieles deben reunirse para que, oyendo la
Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, se acuerden de la pasión, de
la resurrección y de la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los ha
regenerado por una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre
los muertos” (S.C. Nº 106).
Precisamente, durante los primeros siglos, se fue
configurando el sentido del Domingo como día dedicado al Señor, caracterizado,
principalmente, por la celebración de la Eucaristía. Desde un comienzo fue el
día de fiesta por excelencia para la comunidad, llamado también “el primer día
de la semana” como lo confirman varios textos y relatos como el pasaje de los
Hechos de los Apóstoles: “El primer día
de la semana estando nosotros reunidos para partir el pan...” (He 20, 7-12).
Sin duda la resurrección de Cristo, ocurrida el
primer día de la semana (ver Lucas 24, 1-7), constituye la razón de ser el
Domingo, pero no por el hecho en sí, sino a causa del significado, la fuerza y
repercusión que tuvo en la comunidad de los primeros discípulos. Los cuatro
evangelistas concuerdan en que la Resurrección de Cristo tuvo lugar en “el
primer día de la semana”, que corresponde al día Domingo de ahora (Mt 28, 1; Mc
16, 2; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19).
Podemos decir con certeza que el Domingo es una
de las pocas celebraciones que están directamente ligadas con los primeros
discípulos de Jesús y, aparece, desde el principio, como un día de culto al
Señor, el centro de la fe cristiana.
Hay dos razones fundamentales para celebrar este
día de la Resurrección:
1.
Con su
muerte y Resurrección, Jesús comenzó la Nueva Alianza y
terminó la Antigua Alianza. Durante la última Cena, Jesús proclamó: “Esta copa es la Alianza Nueva, sellada con mi
sangre, que va a ser derramada por ustedes” (Lc 22, 20). Los discípulos de Jesús poco a poco se dieron cuenta de
que en esta Nueva Alianza la ley de Moisés y sus prácticas tendrían otro
sentido (fueron superadas).
2.
La muerte y
Resurrección de Cristo significan también para los primeros cristianos la Nueva Creación, ya que Jesús culminaba su obra precisamente con su muerte y
Resurrección justo en el día Domingo, que será desde entonces “el día del Señor”.
Nosotros también hemos recibido la promesa de
entrar con Cristo en este reposo (Hebreos 4, 1-16). Entonces, el día Domingo,
“el día del Señor”, será el verdadero día de descanso, en que los hombres
reposarán de sus fatigas a imagen de Dios que reposa de sus trabajos (Hebreos
4, 10 y Apoc. 14, 13).
De ahí en adelante la fe de los cristianos tiene
como centro a Cristo Resucitado y Glorificado. Y para ellos era muy lógico
celebrar el “Día del Señor” (Domingo) como el “Nuevo día” de la Creación (Is 2,
12).
No cabe duda, que para los primeros cristianos,
la celebración de la Cena del Señor era el centro de la fiesta, la cual NO
nació de ninguna normativa legal. Cuando ser cristiano equivalía ser candidato
al martirio, no hacía falta ninguna ley obligatoria. La ley llegó tardíamente.
Después de varios siglos; cuando decreció el fervor de los cristianos.
La fiesta había brotado espontáneamente. Como
expresión de fe. Como exigencia de amor y gratitud que impulsaba a festejar al
Salvador; a sintonizar con Él, recordando sus gestos y palabras, y a sentirlo
cercano, presidiendo la comida fraterna en la que todos participaban.
Es importante tener presente que el Domingo es,
ante todo, la Pascua semanal, el día del memorial de la muerte y resurrección
de Cristo, que los cristianos hemos de anunciar celebrando la Eucaristía. En
este aspecto, es fundamental tener claro que “Domingo, Asamblea y Eucaristía”
forman una unidad: “Nunca la
asamblea es más signo vivo de la Iglesia que cuando celebra la Eucaristía en el
día del Señor”.
En este sentido, es muy impresionante el
testimonio de un grupo de cristianos que, a comienzos del siglo IV, nos hacían
ver la importancia de la convocatoria cristiana y el sentido profundo del día
Domingo. La narración la expresa muy bien el cardenal Joseph Ratzinger
(Benedicto XVI).
Recogemos una pequeña parte de ella, fundamental
para nuestra reflexión y nuestra práctica de la Eucaristía dominical. Veamos:
“Ocurría el año 304, durante la persecución del
emperador Diocleciano.
Oficiales romanos sorprendieron a un grupo de
unos 50 cristianos, durante la celebración de la Eucaristía dominical, para
tomarlos prisioneros. El pro-cónsul dijo al presbítero Saturnino: - Has obrado contra las normas de los emperadores
y de los Césares, ya que has reunido a todos estos aquí. El redactor cristiano añade que la contestación
del presbítero llegó bajo la inspiración del Espíritu Santo: - “Ciertamente, hemos celebrado lo que es del Señor”.
Con esta frase se traduce la palabra latina
“Dominicus”. No es fácil, dice, traducirla a otro idioma, a causa de muchos
sentidos. En primer lugar significa el Día del Señor; pero también indica su
contenido, es decir el sacramento del Señor, su Resurrección y su presencia en
la celebración eucarística.
Volviendo al acta del interrogatorio, el
pro-cónsul insiste en el porqué. La respuesta del presbítero es impresionante:
“Hemos hecho lo que no podemos dejar de hacer, lo
que es del Señor”.
Así expresa claramente y con convicción de que el
Señor está por sobre los señores. Este conocimiento da al sacerdote y a los
fieles allí reunidos gran seguridad en aquel momento en que la total
inseguridad y la falta de protección eran evidentes para la pequeña comunidad
cristiana.
Pero casi más impresionantes son las respuestas
que dio Emérito, el dueño de casa, donde se había celebrado la Eucaristía
dominical. A la pregunta de por qué él había permitido una reunión prohibida,
contestó: “En primer lugar, los que se reunieron eran mis
hermanos, a los que no podía cerrarles las puertas. El pro-cónsul insiste
nuevamente: - Tenías que haberles prohibido la entrada. “No podía”, contestó
Emérito, pues sin el día del Señor, sin el Ministerio del Señor, no podemos
vivir”.
Frente a la voluntad de los Césares se opone
clara y determinantemente la conciencia cristiana. Esto no significa una
obediencia pesada frente a una norma de la Iglesia entendida como algo externo.
Es la expresión de un deber interior y, al mismo tiempo, una necesidad y un
deseo. Orienta hacia lo que se ha convertido en algo tan importante que debe
ser realizado, incluso, bajo el peligro de muerte.
· Precepto
Dominical
En el siglo IV, con el emperador Constantino,
comienza la paz para la Iglesia. Y, al ser favorecida oficialmente y cesar las
persecuciones, el número de cristianos crece considerablemente. Los pueblos se
convierten masivamente.
Por decreto imperial del año 321, el Domingo
queda declarado día festivo para todo el imperio romano. Se facilitaba así la
asistencia a la celebración eucarística dominical. De hecho, sin embargo, la
situación empeoró.
Como las conversiones en masa no eran siempre
demasiado sinceras, fue decayendo el fervor religioso. Por otra parte, la
población se entregaba a fiestas y diversiones a veces nada edificantes, con
descuido de la asistencia a la asamblea eucarística. Y no faltaban tampoco
patrones que abusaban, obligando a sus servidores a trabajar en domingo.
Esto es lo que, en la edad media, llevó a la
Iglesia a implantar el “Precepto
Dominical”. Desde entonces, el cristiano cumple
oficialmente la ley de santificar el domingo acudiendo a la misa y
absteniéndose de trabajos serviles.
Pero declarar obligatoria una cosa, por buena que
sea, nunca ha sido la mejor manera de conseguir que se la aprecie. Incluso una
fiesta dejaría de ser fiesta para quien se viera forzado tomar parte en ella.
En este caso se verifica y se comprueba
claramente lo que la 1a carta a Timoteo (1, 9-10) asegura: que la ley no se promulga para los buenos, sino
para los rebeldes.
Efectivamente. Los buenos, los auténticos -como
ya queda dicho- cumplían sin necesidad de ley. Y tampoco la necesitan después
de implantada; porque, impulsados por el amor, van mucho más lejos que la letra
de la ley y no sólo participan en la Eucaristía los domingos, sino todos los
días que sus obligaciones se lo permiten.
En cambio los mediocres y rebeldes, atentos
únicamente a no caer bajo el peso de la ley, encuentran fácilmente excusas para
eludirla de no haber sanciones a la vista.
Hay que subrayar estos datos, que deben preocupar
a cuantos se desentienden de la misa dominical. Porque no es culto individual,
sino la fiesta familiar. La fiesta del Cristo total -Cabeza y miembros- que,
como sacerdotes de la humanidad y de la creación, ofrecen oficialmente en
nombre de ellas el homenaje digno de Dios.
Una fiesta (el cumpleaños de la madre, por
ejemplo), no se celebra cuando a cada invitado se le ocurre. Tiene su fecha
señalada y reclama la presencia de los miembros del grupo. No acudir a la cita
denota enfriamiento en el amor hacia el homenajeado y, sobre todo, hacia el
grupo. Acusa desinterés por él.
Por lo tanto, quien no participa habitualmente en
la Misa dominical pudiendo hacerlo buenamente, ¿cómo se librará de la nota de
desamor y desinterés por Cristo y por la Iglesia, sobre todo si lo cree
demasiado sacrificio y exigencia? “Quien
ama se sacrifica... Los sacrificios a que me someto no son sacrificios. El amor
lo endulza y aligera todo” (Santa
Teresa de Los Andes).
El católico, al habituarse a faltar a misa sin
causa justificada, se automargina. Poco a poco va sintiéndose extraño a los
suyos y, olvidando el lenguaje cristiano, comienza a asimilar criterios poco
evangélicos; a desentenderse de los problemas y preocupaciones de la Iglesia; a
prescindir de los demás. De ese modo, preocupándose únicamente de su salvación
individual, viene a forjarse un cristianismo a su manera, a la medida de sus
gustos.
Que importante viene a ser, entonces, la
asistencia y participación de los cristianos, sean éstos adultos, jóvenes o
niños, en la Misa dominical. Claro está que han de asistir no por obligación o
porque así está mandado, sino por una necesidad interior de reunirse con otros
hermanos en torno a la mesa del Señor.
El Domingo es entonces, el día en que los
cristianos se reúnen, se reconocen y son reconocidos, vale decir que, además de
celebrar la Misa, tenemos la oportunidad de santificar el día del Señor, ya sea
tomando contacto con la naturaleza, realizando convivencias con la familia y
los amigos, visitando y compartiendo con los más necesitados: enfermos,
ancianos, encarcelados, etc.
Un buen cristiano debe testimoniar ante los demás
acerca del verdadero sentido que el Domingo tiene haciendo referencia al Señor
en todo lo que hace. Debe saber perder el tiempo en la práctica del bien.
Impresionantes son las palabras de los primeros
cristianos: “Sin el día del Señor no podemos vivir”. Hermoso sería que los
cristianos de hoy repitiéramos con total convicción: “Sin el día del Señor nuestra vida no tiene sentido”.
NOMBRES DE ESTE SACRAMENTO
La riqueza inagotable de este sacramento se
expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres
evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:
Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras “eucharistein” (Lc
22, 19; 1 Co 11, 24) y “eulogein” (Mt 26, 26; Mc 14, 22) recuerdan las
bendiciones judías que proclaman - sobre todo durante la comida- las obras de
Dios: la creación, la redención y la santificación.
Banquete del Señor (1 Co 11, 20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró
con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9) en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús
cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (Mt 14, 19; 15, 36)
sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán
después de su resurrección (Lc 24, 13-35) y con esta expresión los primeros
cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (Hch 2, 42. 46; 20, 7. 11).
Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido,
que es Cristo, entran en comunión con él y forma un solo cuerpo en él (1 Co
10, 16-17).
Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles,
expresión visible de la Iglesia.
Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.
Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la
ofrenda de la Iglesia; o también Santo
sacrificio de la misa, “sacrificio de alabanza” (Hch 13, 15), sacrificio espiritual (1 P 2, 5),
sacrificio
puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua
Alianza.
Santa y divina liturgia, porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra
su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el
mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se
habla también del Santísimo
Sacramento porque es el Sacramento
de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas
guardadas en el sagrario.
Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace
partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo (común -
unión: 1 Co 10, 16-17); se la llama también las cosas santas (“ta hagia;
sancta”) -es el sentido primero de la “comunión de los santos” de que habla el
Símbolo de los Apóstoles -, pan de los
ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático...
Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se
termina con el envío de los fieles (envío= “missio” en latín) a fin de que
cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.
LOS FINES DE LA MISA
La Iglesia, al celebrar la Eucaristía -el
“sacrificio puro, inmaculado y santo”- reactualiza el acontecimiento central de
nuestra fe: la muerte y resurrección de Jesucristo, el sacrificio ofrecido por
la salvación del mundo.
Al no tener nosotros nada digno del Padre, él lo
pone en nuestras manos como el don más preciado, para que lo hagamos nuestro “como el instrumento supremo por el que se
distribuyen a los fieles los méritos de la cruz” (Mediator Dei).
Sus fines son idénticos a los del sacrificio del
Calvario. Los principales son cuatro:
1.
Fin
latréutico, o de alabanza. Latría
significa el culto de adoración que sólo se tributa a Dios. La misa es el acto
de culto más sublime, el más agradable que podemos ofrecer a Dios, porque lo
hacemos por medio de Cristo. En la Eucaristía nos reconocemos hijos suyos por Cristo
y con Cristo y proclamamos su soberanía sobre nosotros y sobre toda la
creación. “Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás” (Lc 4, 8)
2.
Fin
eucarístico, o de acción de gracias. “Ríos de gracia bajan desde el cielo -decía San Bernardo-; ríos de acciones
de gracias deben tornar allá”. Debemos sentir una apremiante necesidad de
expresar nuestra gratitud al Señor por todas las maravillas que obra en nuestro
favor, principalmente por haber entregado a su Hijo para nuestra salvación, y
por el don de su Espíritu que ha derramado en nuestros corazones. Pero sólo a
través de su mismo Hijo podemos tributarle las debidas gracias. Unidos, pues, a
Cristo en la misa, le expresamos agradecidos la alegría desbordante de
sentirnos salvados. “Bendición, gloria, acción de gracias, honor, poder y
fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos” (Apoc 7, 12).
3.
Fin
propiciatorio o de reparación. No se
trata de aplacar a Dios. No lo necesita. Es el Padre que está esperando el
regreso del hijo pródigo para contagiarle su alegría por haberlo recuperado. La
humanidad, mediante la respuesta generosa del Hijo, primogénito y cabeza de los
hombres, ya ha retornado al Padre, quien, en Cristo, ha reconciliado al mundo
consigo. Se trata, pues, de dejarnos reconciliar con El, de liberarnos del
poder del pecado, gozando de esa alianza y comunión que Cristo nos mereció (2
Co 5,18-20). “Fue traspasado por nuestras iniquidades y por sus llagas fuimos
nosotros sanados” (Isaías 53, 5).
4) Fin
impetratorio, o de petición. Santa
Teresa nos dice: “No perdáis tan buena sazón de negociar como es la hora
después de haber comulgado”. En la misa dirigimos al Señor una serie de
peticiones. Le pedimos por la Iglesia, por sus pastores, por la paz, por los
que sufren, por los vivos y difuntos... Al hacerlo, nos reconocemos necesitados
de su bondad. Y la misa es sin duda la mejor ocasión para llegar al fondo de su
corazón, ya que Dios, siempre Padre, se tiene que mostrar mucho más generoso
cuando sus hijos, en familia, juntos, nos ponemos a su disposición al ofrecer a
su Hijo, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb 7, 25). “Pedid y se
os dará; buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Lc 11, 9).
Recuerda:
- Fin latréutico: Adorar a Dios reconociéndolo
como Creador y Ser Supremo
- Fin eucarístico: Darle gracias por todos los
beneficios recibidos de El
- Fin propiciatorio: Moverlo a perdonar los
pecados con que lo ofendemos
- Fin impetratorio: Pedirle los favores que
necesitamos.
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